lunes, enero 23, 2006

EN GUERRA

¿Es el inicio de la gran guerra?
SI AHMADINEYAD ofreciera un ensayo nuclear en directo en la CNN, los progres dirían que se trata de una argucia de la CIA
¿LAS AMBICIONES nucleares de Irán podrían ser desbaratadas a un mínimo coste si Bush refrendara el principio de la acción preventiva?
NIALL FERGUSON - 23/01/2006 La Vanguardia de Barcelona
¿Vivimos el principio de la próxima guerra mundial? Indudablemente, un futuro historiador no tendría excesivas dificultades sobre la manera de encarar los últimos acontecimientos en Oriente Medio. He aquí algunas de sus consideraciones. La inestabilidad en la región del Golfo aumentaba cada año tras el cambio de siglo. A principios del 2006 se daban casi todos los ingredientes para que estallara un conflicto mucho mayor -en su escala y alcance- que las guerras de 1991 o 2003. La primera causa subyacente de la guerra fue la creciente importancia relativa de la región como fuente de petróleo. Por una parte, las reservas petrolíferas del resto del mundo se agotaban rápidamente. Por otra, el auge -a una velocidad de alma que lleva el diablo- de las economías asiáticas motivó una enorme alza de la demanda global de energía. Resulta difícil de creer en la actualidad, pero a lo largo de casi todo el decenio de los años noventa del siglo veinte, el precio del petróleo se había mantenido en una media de menos de 20 dólares por barril. Un segundo requisito o circunstancia previa a la guerra es de índole demográfica. Aunque la tasa de fertilidad de Europa occidental había descendido por debajo del nivel de reemplazo natural en los años setenta, el declive en el mundo islámico había sido mucho más moderado. A finales de los años noventa, la tasa de fertilidad en los ocho países musulmanes situados al sur y el este de la UE era dos veces y media superior a la cifra europea. Esta tendencia era especialmente acusada en Irán, donde el conservadurismo social propio de la revolución de 1979 -que había rebajado la edad del matrimonio y prohibido la contracepción- combinado con la elevada mortalidad por la guerra Irán-Iraq y el extraordinario auge de natalidad resultaron -en el primer decenio del nuevo siglo- en un insólito excedente de población joven masculina. Más de dos quintas partes de la población iraní en 1995 tenía 14 años o menos en los años noventa del siglo veinte: la generación presta a empuñar las armas en el 2007. Este factor no sólo infundió una energía y sangre joven en las sociedades islámicas que contrastaba agudamente con la apática senescencia de Europa, sino que significó un profundo cambio del equilibrio de la población mundial. En 1950 la población de Gran Bretaña triplicaba la de Irán. En 1995, la población de Irán ya había superado la de Gran Bretaña y las previsiones señalaban que sería un 50% más elevada en el 2050. Sin embargo, la gente en Occidente aún seguía tratando de comprender las implicaciones de esta evolución. De manera subliminal, seguían creyendo que podían enseñorearse de Oriente Medio como habían hecho a mediados del siglo veinte. La tercera - y tal vez la más importante- circunstancia concurrente de la guerra fue de orden cultural. Desde el año 1979, no solamente Irán sino la mayor parte del mundo musulmán había sido barrida por una ola de fervor religioso, lo opuesto al proceso de secularización que vaciaba las iglesias de Europa. Aunque pocos países siguieron la senda de Irán en su orientación teocrática, los efectos políticos fueron evidentes y generalizados. De Marruecos a Pakistán, las dinastías feudales o los hombres fuertes de las fuerzas armadas que habían dominado el panorama de la política islámica desde mediados del siglo veinte se vieron sometidos a una intensa presión por parte de los extremistas religiosos. El cóctel ideológico que dio como resultado el islamismo era tan potente como cualquiera de las ideologías extremistas que Occidente había alumbrado el siglo precedente, el comunismo y el fascismo. El islamismo era antioccidental, anticapitalista y antisemita. Factor primordial en tal contexto fue el inmoderado y extemporáneo ataque del presidente iraní Mahmud Ahmadineyad contra Israel en diciembre del 2005, cuando calificó de mito el holocausto. El Estado de Israel era -había declarado previamente- una lamentable mancha que había que borrar del mapa. Antes del 2007, los islamistas no veían más alternativa que librar la guerra contra sus enemigos mediante el terrorismo. De Gaza a Manhattan, la figura heroica del 2001 fue el terrorista suicida. Pero Ahmadineyad -un veterano de la guerra Irán-Iraq- ansiaba hacerse con un arma más poderosa que los explosivos atados a la cintura... Su resuelta determinación de acelerar el programa de armamento nuclear iraní aspiraba a dotar a Irán del tipo de poder de que Corea del Norte ya disponía en Asia oriental. El poder de desafiar a Estados Unidos. El poder de eliminar de la faz de la Tierra al aliado más estrecho de Estados Unidos en la región. En circunstancias distintas, no habría ofrecido dificultad contrarrestar las aspiraciones de Ahmadineyad. Los israelíes ya demostraron sobradamente su capacidad de lanzar ataques preventivos contra las instalaciones nucleares iraquíes en 1981. Los asesores neoconservadores de Bush apremiaron al presidente a lanzar ataques similares contra Irán en el 2006. Estados Unidos -razonaron- se hallaba en posición inmejorable para asestar tales golpes al disponer desde sus bases en Iraq y Afganistán... Sus servicios de inteligencia, por otra parte, aportaron informes fehacientes sobre la contravención del tratado de no proliferación nuclear por parte de Irán. No obstante, la secretaria de Estado estadounidense, Condoleezza Rice, aconsejó al presidente proceder por la vía diplomática. No sólo la opinión pública europea sino también la estadounidense se opusieron enérgicamente a un ataque contra Irán. La invasión de Iraq en el 2003 se vio rodeada del descrédito al no poder encontrarse las armas de destrucción masiva que supuestamente poseía Saddam Hussein, así como por el fracaso de la coalición liderada por Estados Unidos a la hora de sofocar la sangrienta insurgencia. Los norteamericanos no quisieron aumentar el grado y número de sus compromisos militares en ultramar; de hecho, quisieron reducirlos. Los europeos preferían no prestar atención al hecho de que Irán se hallaba enfrascado en la fabricación de sus propias armas de destrucción masiva. Incluso si Ahmadineyad hubiera ofrecido un ensayo nuclear en directo en la CNN, los progres habrían dicho que se trataba de una argucia de la CIA. La historia, pues, se repetía. Como en los años treinta del siglo veinte, un demagogo antisemita quebrantó los tratados que obligaban a su país, armándose para librar la guerra. Occidente, tras actuar por la vía del apaciguamiento -ofreciendo incentivos económicos a los iraníes para que desistieran de su intento-, recurrió a los organismos internacionales -la Agencia Internacional de la Energía Atómica y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Gracias al veto de China, sin embargo, sólo acertaron a emitir resoluciones huecas y sanciones ineficaces como, por ejemplo, la exclusión de Irán de la final de la Copa del Mundo de fútbol en el 2006. Sólo un hombre podría haber reforzado la determinación de Bush en esta crisis. No Tony Blair: había destrozado su propia credibilidad interna a raíz de la cuestión de Iraq y, en cualquier caso, iba a retirarse. ¿Ariel Sharon? Difícilmente: había sufrido un grave ataque cerebral precisamente cuando la crisis iraní se había exacerbado. En ausencia de líder en Israel, Ahmadineyad tenía las manos libres. Como en los años treinta, Occidente había vuelto a ser presa de una ilusión. Tal vez -dijeron algunos- Ahmadineyad recurría al ruido de sables dada su frágil situación. Tal vez sus rivales políticos entre el clero iraní estaban a punto de desembarazarse de él. De ser así, lo último que Occidente debería hacer era adoptar una línea dura, opción que no haría más que reforzar a Ahmadineyad inflamando el sentir popular iraní. En fin: Washington y Londres se habían deseado suerte a sí mismos, depositando sus esperanzas en un deus ex machina que provocara un cambio de régimen en Teherán. Este factor proporcionó a Ahmadineyad todo el tiempo que necesitaba para fabricar armas de alto poder mediante uranio enriquecido en Natanz. El sueño de la no proliferación nuclear -ya roto a medias por Israel, Pakistán e India- se hallaba definitivamente hecho añicos. Teherán disponía de un misil nuclear apuntando en dirección a Tel Aviv. Y el nuevo gobierno de Beniamin Netanyahu tenía un misil similar apuntando en dirección a Teherán. Los optimistas sostuvieron entonces que el programa de la crisis de los misiles en Cuba volvería a emitirse en Tierra Santa... Es decir, ambas partes amenazaban con la guerra... hasta que se detenían en el último momento. En ello confiaba la secretaria de Estado -de hecho, en este sentido se elevaban sus plegarias- al tiempo que iba y venía viajando sin cesar entre las capitales de Oriente Medio. Pero no iba a ser tal el escenario del momento: la partida termonuclear de agosto del 2007 no sólo representó el fracaso de la diplomacia. Señaló el término de la era del petróleo. Algunos llegaron a decir que significaba el crepúsculo de Occidente. Indudablemente, era una forma de interpretar la subsiguiente propagación del conflicto en tanto la población chií de Iraq invadía las bases norteamericanas aún existentes en su país y los chinos amenazaban con respaldar a Teherán. Pese a todo, el historiador debe preguntarse si el auténtico significado de la guerra de 2007 al 2011 residía o no principalmente en la reivindicación por parte de la Administración Bush del primer y fundamental principio de la acción preventiva. Porque de haberse logrado que tal principio se hubiera refrendado en el 2006, las ambiciones nucleares de Irán podrían haber sido desbaratadas a un mínimo coste. Y en tal caso -por más que tal cosa sea hoy difícilmente imaginable- la gran guerra del Golfo tal vez nunca hubiera estallado.
N. FERGUSON, profesor de Historia Laurence A. Tisch de la Universidad de Harvard y miembro de la junta de gobierno del Jesus College de Oxford Traducción: José María Puig de la Bellacasa
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