jueves, enero 19, 2006

¿LA MANCHA O MANHATTAN?

Sandeces en Manhattan
PARA AFRONTAR adecuadamente la realidad que discurre a nuestro alrededor hay que ser un poco, o un mucho, quijotes
FRANCESC DE CARRERAS - 19/01/2006 La Vanguardia de Barcelona
En un lugar de Manhattan,la última obra de Boadella y de Els Joglars, estrenada la semana pasada en Barcelona tras su paso por la cartelera de Madrid, no es tanto una obra sobre El Quijote como sobre la necesidad, acuciante, de que hoy sigan existiendo quijotes. Siendo, pues, un obra que evoca la gran novela cervantina, su foco principal de atención es un cierto mundo actual: un Manhatan entendido no como la Gran Manzana de Nueva York, sino, más allá de eso, entendido como metáfora de la posmodernidad, la modernidad líquida o como quiera llamársele, pues no sé ya cuál es la última denominación a la moda. Más allá del concreto personaje cervantino, el término quijote ha adquirido una significación universal, se ha convertido en un mito de nuestra cultura: un loco -un hipotético loco- que sabe ver con claridad aquello que los cuerdos -los hipotéticos cuerdos, por supuesto- no atinan a descubrir. Para ver y para afrontar adecuadamente la realidad que discurre a nuestro alrededor hay que ser un poco, o un mucho, quijotes. Manhattan, por su parte, quizás no se ha convertido en un mito pero sí en un icono de la modernidad y, según la óptica desde la cual miremos, se le puede dar el significado de urbe del futuro, síntesis intercultural o multicultural, espacio cosmopolita por excelencia o efigie del dominio que el imperio ejerce sobre el resto del mundo. En las miradas sobre Manhattan hay, pues, donde escoger. La obra consiste en una reflexión en forma de sátira, divertida e inteligente sátira, sobre todo eso: ¿qué ve hoy un loco, un loco lúcido, un quijote, en un lugar de Manhattan, en un lugar del actual mundo occidental desarrollado? La respuesta que parece dar Boadella es la siguiente: un quijote ve en Manhattan de todo menos sentido común, menos sentido de la realidad, menos inteligencia práctica. En definitiva, el quijote es un loco porque los demás así lo han dictaminado, pero los demás -algunos de ellos, por supuesto- siguen siendo tan tontos, necios, majaderos y malandrines como en el siglo XVI. Éste es el tema sobre el que reflexiona Boadella y, a mi modo de ver, éste es el sentido último de esta obra, probablemente su mejor obra. El argumento ya lo deja todo bien claro. Un grupo teatral está ensayando una nueva versión del Quijote. En medio del escenario cae una gotera que nadie viene a arreglar. La autora y directora de la obra tiene claras pretensiones vanguardistas y rompedoras: se trata de hacer El Quijote del siglo XXI, una reinterpretación de su figura desvinculada de la obra cervantina hasta el punto de que prohíbe a los actores que lean o relean la novela original: lo importante es su gran y personal creación, no la fuente primaria, lo importante es la vanguardia y no la tradición. En realidad, esta directora, insoportablemente pedante, se convierte en seguida en el centro de la obra. Los actores, representantes del sano pueblo, ni la entienden ni la respetan, pero en algo han de trabajar para ganarse la vida. Cuando la presuntuosa y despótica directora les anuncia que Don Quijote y Sancho serán una pareja de mujeres homosexuales se quedan estupefactos, pero, qué remedio, siguen con su trabajo, cumpliendo las absurdas directrices que les impone la jefa. A todo ello, entran en escena dos aparentes fontaneros dispuestos a arreglar -¿desfacer?- la gotera, es decir, el entuerto. En realidad, son dos internos escapados de un frenopático cercano que, montados en una destartalada Guzzi, creen ser, respectivamente, Don Quijote y Sancho. El primero husmea en los papeles donde está escrita la obra de teatro, la gran obra de la impresentable directora, y reacciona diciendo: "¿Quién ha sido el insensato que ha escrito semejantes sandeces?". Ante ello, los actores, el pueblo sensato, los escucha y acoge con simpatía y afecto. En cambio, la egocéntrica directora, pretendidamente culta, ni los oye, ni los mira, ni les hace caso, ni siquiera los ve. Sigue con su colosal parida, con su Quijote del siglo XXI, una obra sin sentido alguno, sólo asentada en estúpidas modas inconsistentes. Es decir, la directora, la pretendida vanguardia artística, tiene a su lado a los auténticos protagonistas del Quijote, a un caballero y a un escudero, cervantinos auténticos, sin acertar a verlos, a darse cuenta de que están ahí, de que son ellos, los de siempre, los auténticos quijotes del siglo XXI. En definitiva, Boadella nos dice que no se puede hacer vanguardia sin mirar hacia atrás, sin reflexionar sobre la tradición, sin estar bien asentado sobre ella. "Pensar es digerir", decía muy exactamente Wittgenstein. Como tampoco se puede hacer arte, es decir, obras creativas y críticas sobre el mundo de hoy, copiando meramente lo antiguo sin añadir nada propio, sin partir del presente, sin reflexionar sobre el hoy como Cervantes reflexionó en su día sobre la sociedad y el pensamiento de su tiempo. La obra de Boadella es, como también lo fueron en los últimos años su Dalí, su Pla y su retablo de las maravillas, una advertencia al mundo de la cultura y, más allá, a cualquiera de nosotros: renovar es también conservar, no hay vanguardia sin conocimiento de la tradición, no hay crítica posible sin una mirada a la realidad que nos circunda, no hay creación teórica sin sensatez epistemológica. La pura originalidad, sin bien asentados fundamentos, no es más que hueca vanidad.
FRANCESC DE CARRERAS, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB
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