martes, junio 28, 2005

En Europa, el pueblo; en el Sur, la pueblada

Mariano Grondona (La Nación de Buenos Aires)
Al decirle No a la Constitución europea el pueblo francés, seguido días después por el pueblo holandés, hizo dos cosas. Reafirmó primero su soberanía por encima de la burocracia de Bruselas, que amenazaba con convertirse en la principal, casi en la única protagonista de la Unión Europea. Utilizó después su soberanía para detener el proceso de integración continental en favor de la nación francesa, dándole la voz de alto a la idea de la "supranacionalidad" que inspiraba a los europeos desde hacía cincuenta años, cuando iniciaron la integración continental a partir de la reconciliación franco-germana después de la Segunda Guerra Mundial. El No de los franceses y los holandeses cobra especial relieve si se tiene en cuenta que Francia y Holanda, junto con Alemania, Italia, Bélgica y Luxemburgo, fueron las seis naciones fundadoras de la Unión Europea, que hoy suma 25 miembros. ¿Cuál es la realidad final, irreductible, de cada sociedad? Marx pensaba que lo que finalmente hay cuando se despoja de lo que le sobra a cada sociedad, son las clases sociales. El liberalismo económico pensó que lo que hay, en última instancia, son los individuos. Tanto el marxismo como el liberalismo despreciaron esa realidad intelectualmente más modesta que es la nación, ya que apenas si hubo intelectuales nacionalistas de la misma envergadura que Adam Smith, Carlos Marx y sus continuadores. Sin embargo, no es por su clase ni por su bienestar individual que los hombres han muerto voluntariamente en la edad contemporánea. La única entidad que pudo convocarlos al último sacrificio fue la nación. Mientras los intelectuales la minimizaban desde sus torres de marfil, hombres y mujeres de la más diversa índole le ofrendaban sus vidas. Los tecnócratas de Bruselas creyeron en una nueva realidad última, Europa, por la cual los hombres darían la vida. Pero los franceses y los holandeses, los ingleses y los alemanes, nunca sintieron a Europa como la sede final del patriotismo. Si hoy se realizara un referéndum en todo el Viejo Continente por el patriotismo europeo, sólo las naciones más pobres que se beneficiaron con Europa, de España a Polonia, lo aprobarían. Las naciones más ricas, como Francia y Holanda, a las que les cuesta Europa, le acaban de decir que no. Lo mismo ocurriría en el Reino Unido si Tony Blair se atreviera ahora a un referéndum y, si Alemania le dijo que sí a la nueva constitución europea, fue porque el canciller Schröder evitó prudentemente convocar al pueblo, consiguiendo la ratificación que ahora rechazan los franceses y holandeses a su propio Parlamento. En última instancia, lo que mueve el corazón de los hombres es la nación. ¿Acaso los argentinos o los brasileños daríamos la vida por el Mercosur? El pueblo Al restaurar la supremacía de la nación, franceses y holandeses reafirmaron la democracia. ¿Qué otra cosa es la democracia, después de todo, si no la soberanía del pueblo? Como acaban de confirmarlo los referendos que comentamos, el pueblo manda por encima de los burócratas internacionales y de sus propios representantes. Cuando es debidamente convocado a expresarse libremente, el pueblo es el poder final de la democracia. A veces los políticos, llevados por su arrogancia, llegan a suponer que el pueblo, necesariamente, los seguirá. Pudieron pensar entonces que los referendos populares no harían otra cosa que confirmar la voz de sus dirigentes, ya que casi toda la clase política francesa y la holandesa, y en verdad casi toda la clase política europea, contaban con el Sí como un mero trámite. Ocurrió lo contrario. Más allá de sus dirigentes, el pueblo votó por la nación, enseñando a Europa y al orbe que nadie puede sustituir esa reserva final de la democracia que es la soberanía popular. De la Rúa entre nosotros, los presidentes que caen o son sitiados como las piezas de un tembloroso dominó en Ecuador y Bolivia, ¿han sido acaso repudiados por el pueblo? Las turbas que cortan caminos, agreden a las fuerzas del orden y saquean supermercados no son el pueblo, porque éste sólo se manifiesta cuando es convocado debidamente para decidir por la nación. Lo que predominó en la Argentina, Ecuador y Bolivia en los últimos años no es el pueblo, sino la pueblada, que es su patética deformación. La sedición Los autores de nuestra Constitución conocían bien esta distinción cuando al redactar el artículo 22 establecieron que "toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete el delito de sedición". En las trágicas jornadas de diciembre de 2001, las manifestaciones y saqueos que acabaron con De la Rúa no fueron populares, si por "popular" se entiende la solemne expresión de la voluntad popular que acaban de vivir los franceses y los holandeses. Fueron ni más ni menos que una exitosa sedición. Pero es tal la confusión en la cual vivimos que llamamos "pueblo" a los sediciosos y "represores" a quienes pretendieron contenerlos. Se ha llegado así al absurdo de que aquellos que terminaron presos por aquellas jornadas no son los revoltosos que querían tomar la Casa Rosada, sino aquellos que intentaron defenderla. ¿Alguien se imagina que en las democracias estables de nuestro tiempo los revoltosos serían elogiados como héroes al pretender tomar la Casa Blanca o el Elíseo, en tanto sus defensores sufrirían prisión? Estamos confundidos. Las puebladas no son solamente la caricatura del pueblo. Son su negación. Durante décadas debió aplicarse entre nosotros el pasaje inicial del artículo 22 que condena a "toda fuerza armada" que pretenda sustituir al pueblo. Después de los golpes militares de 1930 a 1976, empero, no fueron presos los rebeldes armados, sino los presidentes constitucionales. Hoy, quienes han marchado presos no fueron los dirigentes que emplearon las puebladas para lograr sus objetivos, sino las fuerzas del orden que los contenían, mientras todavía De la Rúa pasa por los tribunales para dar cuenta de sus acciones cuando debería estar dando cuenta de su inacción, por no haber sabido defender con entereza su investidura constitucional. La democracia no funciona así. Los ejemplos de Ecuador y Bolivia muestran además que la confusión argentina, cuando se creyó democráticos a quienes proponían instalar entre nosotros los soviets como en tiempos de Lenin, se expande por el Cono Sur de América latina. El pueblo es todo el pueblo, con sus mayorías y sus minorías adentro. Cuando el pueblo se expresa según los procedimientos constitucionales, no hay sobre él poder alguno en la democracia. Así acaban de demostrarlo Francia y Holanda. Cuando minorías militares o tumultuosas derrocan gobiernos democráticos en nombre del pueblo, usurpan la soberanía democrática. La pueblada no sólo distorsiona el papel del pueblo. Es, en su esencia, antidemocrática. También Mussolini presentó su famosa marcha sobre Roma en los años veinte como una manifestación popular. ¿Eran populares, también, las SS y las SA de Hitler? Suele decirse que la mejor treta del diablo es hacernos creer que no existe. La mejor treta de los promotores de las puebladas del Cono Sur es hacernos creer que encarnan al pueblo. Ellos gritan contra el fascismo, pero en el fondo lo son. Por Mariano Grondona
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