viernes, agosto 31, 2007

PATRIA Y NACION

NACIÓN Y PATRIA
Por Luis Suárez Fernández
Catedrático de Historia.
Académico de la Real Academia de la Historia
1. Para comprender estas dos palabras en su verdadero sentido, tenemos que remontarnos a sus orígenes. Nación no significaba, al principio, otra cosa que nacimiento, asociándose pues a un concepto puramente biológico. Se aplicaba en la Edad Media de un modo muy diverso y por eso tanto podía decirse que alguien era madrileño de nación como español o asturiano. Al constituirse las comunidades humanas que se llamaron «universidades de los Estudios generales» y hacerse además suficientemente numerosos sus miembros, se comenzó a distribuir a maestros y escolares de acuerdo con los lugares de origen y a estas agrupaciones se las llamó «naciones».. No había el menor rigor en el examen del origen y así, por ejemplo, los españoles en París se incluían en la «nación picarda». También los mercaderes constituían sus propias universidades y se acostumbraron a denominarlas de acuerdo con el origen entre ellos dominante. La primera vez que encontramos mencionada una «nación española» es en Brujas y se refiere a los navegantes que allí llegaban para comerciar y que eran en su mayoría vizcaínos; por eso empleaba el árbol y los lobos como emblema.
Cuando, a partir de noviembre de 1414 se reúne el Concilio de Constanza, representando a toda la Cristiandad para acabar con el Cisma de Occidente, los padres reunidos, imitando la conducta de las Universidades, decidieron dividirse en naciones. Pero no procedieron de manera arbitraria o caprichosa: descubrieron que Europa, coincidente en este momento con una sola Universidad Cristiana, estaba formada por cinco naciones que se distinguían unas de otras por los rasgos esenciales. Las colocaron por orden, de acuerdo con la relación con Roma. De este modo Italia era la primera, por ser la cuna del Imperio, Alemania la segunda porque albergaba entonces el título imperial, Francia la tercera en memoria de Carlomagno, España la cuarta porque su legitimidad procedía de la propia Roma, a través del pacto del 418, e Inglaterra la quinta. No había identidad entre Nación y Estado, pues cada nación albergaba más de uno; pero los principados con soberanía eran solidarios, en el seno de una misma nación. La unidad se expresaba en tres rasgos esenciales, las formas del Derecho, la familiaridad en el modo de hablar, la trayectoria histórica que significaba a la vez herencia y proyección hacia el futuro.
Se percibía una fuerte tendencia a la unidad en el seno de cada una de las naciones, visible de manera especial en las grandes Monarquías de Francia, España e Inglaterra. La causa, como explicarían los catalanes en Caspe, estaba simplemente en el hecho de que la unión en esa misma solidaridad, ofrecía ventajas: podía registrarse alguna resistencia antes de que la unión se lograse, pues se buscaba la conservación de fueros, formas de vida y de administración, que se consideraban «libertades», pero una vez conseguida los esfuerzos se orientaban a conservarla por las ventajas que procuraba: reforzaba los vínculos familiares, procuraba ayudas, desplegaba mayor actividad económica. Desde el siglo XV un hecho se ha impuesto sin que sea motivo de disputa. Los seres humanos nacen en el seno de una nación y ella les proporciona su primer patrimonio. La libertad, insita en la naturaleza humana, permite efectuar en ciertos casos minoritarios un cambio de nacionalidad; pero aun en estos casos, el cambio evita que tal patrimonio pueda perderse. Podríamos decir que la nacionalidad, adquirida al margen de la voluntad propia por el hecho mismo del nacimiento, reclama a posteriori una aceptación que no es absolutamente pasiva.
Se establece, de inmediato, una jerarquía de valores que conforman la personalidad humana. Se nace en una determinada localidad, que pertenece a una comarca, ésta a su vez a una región y, finalmente, a una determinada comunidad política. Esa jerarquía va enriqueciendo matices, pero sólo cuando se halla completa encuentra cierto grado de plenitud. Supongamos un caso típico de alguien que haya nacido en una aldea de tierras de Zamora: una serie de círculos concéntricos, la aldea natal, la comarca zamorana, la tierra de Castilla y finalmente España, moldean su patrimonio, su personalidad: si se detuviera a mitad de camino carecería de la necesaria madurez. Una fruta verde, cortada antes de sazón.
Esto obliga a pensar en un futuro que no está, verdaderamente, lejano. Pues para que Europa pueda unirse formando una gran nación, es necesario que se alcance a través de ella el grado de maduración, ese círculo más amplio al que correspondería llamar «europeidad». Los hombres del siglo XV estuvieron muy cerca de lograrlo ya que entendían que las cinco naciones eran únicamente partes integradas en un gran conjunto armónico y de unidad, que era la Cristiandad. Hoy eso no existe y, por consiguiente, resulta sumamente difícil hallar los vínculos que permitan descubrir la Europeidad. Un Mercado no basta; puede incluso ser contraproducente. Tampoco una moneda que va a expresarse por medio de billetes de banco que cada país emitirá con signos distintivos peculiares. Se trata de una meta a conseguir; de lograrla se habría dado un paso adelante verdaderamente formidable.
2. Cuando intentamos trasladar a nuestros días el término nación, nos encontramos con dificultades. Muchas contiendas han tenido lugar en Europa, sembrando abundante confusión al respecto. No es mucho lo que se ha conservado de los antecedentes primitivos. Por una parte se tiende a exagerar la conciencia nacional como si ésta estuviera ligada a ciertos rasgos físicos indelebles. En el extremo opuesto se admite el cambio de nacionalidad como si ésta fuera tan solo una especie de trámite jurídico para estampar en los documentos del viajero. La Revolución francesa identificó en cierto modo la nación con la soberanía que adjudicaba a la comunidad política y pasó a escribirla con mayúscula. Pero cuando la crisis advino, invitó a los ciudadanos a luchar por la Patria, como si fueran términos intercambiables. La Marsellesa invoca a los «hijos de la Patria» porque lo que se trataba de defender no era otra cosa que el patrimonio común.
Los historiadores del siglo XIX han debatido ampliamente esta cuestión: ¿qué es lo que define substancialmente a una nación? Las respuestas variaban de acuerdo con el ámbito cultural de donde procedían, pero giraban siempre en torno a tres factores: la etnia, que constituye la base de una comunidad, el pasado histórico, constructor de leyes y costumbres, o la lengua. Naturalmente los franceses insistían con preferencia en el segundo, mientras que los alemanes daban preferencia a los otros dos y en especial a la lengua porque entonces se hallaban ante el caso de una nación que era preciso construir. Los terribles excesos del racismo, empeñado en identificar la etnia -comunidad humana en convivencia cultural- con la pureza de sangre, han despertado clamores de protestas que en cierto modo han afectado a la nación. E1 mito de la superioridad de las razas puras sobre el mestizaje se ha revelado, por otra parte, como un error. Entre raza y suelo no es oportuno establecer confusiones.
Por ejemplo pocas dudas ofrece el hecho de que Israel ha sido, incluso en el exilio, una nación. Esto impulsa a los judíos -tomamos la expresión de Najum Schutz- a definir la nación como «un grupo de seres humanos que en virtud de un sedimento común de datos objetivos -lengua, tradición, contiguidad geográfica, religión o pertenencia a un marco estatal uniforme- se autoconsideran mutuamente allegados». Pero, en su propio concepto, esta conciencia nacional puede manifestarse de dos maneras distintas que ellos designan con palabras diferentes aunque procedentes de la misma raíz: es «leumaut» la propia afirmación de los valores nacionales estableciendo una relación positiva entre ellos y los de los demás pueblos; es «leumanut» cuando se manifiesta en oposición a los demás. Entre nosotros la definición aparece más clara si recurrimos a vocablos diferentes como patriotismo y nacionalismo.
Desde ambos puntos de vista no cabe duda de que España posee los rasgos nacionales precisos, que fueron objeto de un largo proceso de elaboración. Por su posición histórica incluso muy remota, ha sido una especie de campeona del antirracismo, haciendo del mestizaje el medio de lograr el acercamiento de poblaciones que estaban, en contiguidad geográfica, dentro de un ámbito de autoridad solidaria. Su etnia, hispánica, es por consiguiente resultado de acercamiento y de refundición, a lo que ha contribuido que, durante siglos, se haya conservado una fuerte unidad religiosa. Los otros rasgos se dan en ella todavía con mayor claridad. Posee una lengua rica, que disputa al inglés el número de los que la hablan, que recibe el nombre de «española». El término castellano es, en cierto modo abusivo, ya que el modo de hablar propio de Castilla ha desaparecido al fundirse en la habla común. Esa lengua no es tan solo el medio de expresión para entenderse en el ámbito universal hispano, sino también el soporte de una cultura muy rica a cuya formación han contribuido personas procedentes de todos los rincones del espacio hispano, sin limitación ni preferencia algunas. El español es resultado también de fusión entre lenguas romances que la han enriquecido.
Junto a ella sobreviven reliquias lingüísticas, que han logrado diferentes grados de expresión cultural, pero que pueden y deben desempeñar el papel de enriquecedoras del acervo común y no, equivocadamente, el del establecimiento de barreras para la comunicación. Finalmente España cuenta con una sólida Historia común, cuyas grandes etapas -reconquista de la Hispania «perdida», proyección exterior culminando un esfuerzo para generar nuevas patrias, y lento desarrollo de la libertad- son quehacer común de todos los españoles.
La solidaridad entre las naciones es una exigencia del mundo actual. En la doctrina cristiana las naciones vienen a ser como una limitación establecida por Dios, a consecuencia del pecado, frente a la tendencia de los hombres a buscar la unidad por sí mismos al margen de la Voluntad divina. Es la profunda lección que se desprende del episodio bíblico de la torre de Babel. Pero de esta forma no son únicamente los hombres en cuanto individuos los que reciben el mensaje de salvación; también las naciones, que han de comparecer en el Juicio Final, deben convertirse para huir de la idolatría de sí mismas, que constituye una constante amenaza.
Tenemos pues, en España, los rasgos fundamentales que definen a una nación: comunidad humana conformada en sus rasgos al correr de los siglos y como resultado de una confluencia de varias ramas, lengua común que ha creado una de las más fecundas literaturas del planeta y una historia que, con sus naturales contrastes, ha contribuido poderosamente a construir los derechos humanos. Los propios fueros, leyes y documentos de carácter administrativo se han escrito y comunicado en esa lengua común que permite la afirmación de la persona en un determinado sentido. La palabra Estado, aunque ahora la escribamos con mayúscula, tiene origen y contenido mucho más humilde, pues al principio sólo designaba los dominios privados de un rey, príncipe o noble cuando estaban dotados de jurisdición y proporcionaban las rentas necesarias para el mantenimiento de su rango y funciones.
3. La nación resulta en sí misma un termino insuficiente cuando no se le relaciona con Patria, que se relaciona con paternidad y también con patrimonio. Aunque algunas veces se hayan confundido ambos términos, Patria y Nación, es necesario distinguirlos si queremos pensar y proceder con absoluta precisión. Alude la Patria a una herencia que se recibe, ese conjunto de valores que se transmiten de una generación a otra y que vienen a constituir una especie de capital que se comparte y recibe también en herencia. También aquí entra en juego la libertad inherente a la naturaleza humana. Jacobo Burckhardt, uno de los más importantes historiadores, llamaba a ese patrimonio tradición, según el término latino traditio, esto es, lo que se entrega. Pero cada generación puede adoptar tres actitudes distintas en relación con esa entrega y de ellas derivan consecuencias muy importantes.
Pues esa generación puede recibir el patrimonio heredado e «idolizarlo» elevando la tradición a términos absolutos: nada debe ser cambiado y basta para que la nación siga adelante, con permanecer abroquelados dentro de la herencia. Pero esta actitud comporta una especie de esclerosis cultural; podemos considerarla como exagerado tradicionalismo. Se puede tomar la actitud contraria: nada debe ser conservado, todo tiene que ser cambiado pues el cambio es en sí mismo progreso. Esta actitud y conducta son revolucionarias. Según Burckhardt también deben considerarse patológicas. Sólo la tercera actitud, aquella que toma la tradición, la recibe y la emplea como quien utiliza un capital para hacerlo fructificar, es la correcta. El progreso no nace de la destrucción ni del cambio sistemático, porque es crecimiento. La Iglesia recuerda a los hombres, a este respecto, la parábola de los cinco talentos.
A semejanza con lo que sucede en el primitivo concepto de nación, se puede aplicar el de patria en términos muy restrictivos, puramente locales o, para decirlo en términos castizos, de «patria chica». Si no se exagera, este localismo viene a revelarnos una de las virtudes inherentes al patriotismo, susceptible de aunar esfuerzos con otros semejantes para construir algo en común, mientras que el nacionalismo, tan cercano a la raza, alude siempre a lo que distingue y separa. La adhesión a la patria local es preferentemente sentimental. Para la Patria grande es imprescindible un acto de reflexión voluntaria, un compromiso en libertad.
Para descubrir correctamente el contenido del concepto de Patria, tenemos que tomar en cuenta sus dos componentes esenciales: pasado y futuro. Ante todo el resultado de la Historia común, aquel conjunto de valores que determinan la identidad de la comunidad que es, por esencia, nacional, territorial y de convivencia. A esos valores es a los que tenemos derecho a considerar como cultura. Se manifiesta, a simple vista, por medio de algunos rasgos típicos que incluyen, como es natural, virtudes y defectos. El nacionalismo tiende a destacar, en los «otros» tales defectos. Resulta bastante fácil, al bucear en el pasado histórico, descubrir la tarea colectiva realizada que constituye lo que podemos considerar como misión. No hay misión más alta que la que la Biblia asigna a Israel: educar en la relación con Dios a todo el género humano siendo depositario primero de la Revelación. No resulta tan fácil trasladar la misión a un tiempo futuro. Bossuet daba a Francia la de ser realizadora de la plenitud política. En nuestros días Francis Fukuyama asigna a la nación americana la de expansión del sistema democrático y de la libre empresa.
Cuando una comunidad humana pierde su proyecto de futuro -a veces este fenómeno se produce prematuramente por falta de madurez en la comunidad nacional- el sentimiento de Patria desaparece y sus componentes se disuelven. Esto es lo que provoca los separatismos. Un ejemplo claro lo ofrecen el Imperio austro-húngaro y el otomano, colocados el uno enfrente del otro. La disolución origina entonces la aparición de pequeñas naciones inmaduras que se ven obligadas a recorrer nuevamente el camino desde sus orígenes.
El gran desafío de Europa, si se decide por emprender el camino de la unidad -las estructuras económicas pueden ser medios prolegómenos pero nunca fines en sí mismas no se encuentra tanto en las diferencias lingüísticas o políticas preexistentes sino en convertir los patriotismos nacionales en una especie de denominador común, reduciendo estas a un nivel secundario y enriquecedor respecto a lo que podríamos llamar «europeidad». No es fácil, pero tampoco imposible. En torno al año 800 esa conciencia de unidad «europense» ya existía y pudo incluso desembocar en una conciencia de «universitas christiana» que tenía todos los elementos necesarios para la unidad. Nos acechan, ahora, algunos peligros.
Nietzsche dijo que la Patria existe para los hijos pero no para los padres: preconizaba la ruptura. Charles Maurras, en cambio, llegó a decir que la Patria son «sus muertos»: abogaba por un tradicionalismo radical. Ambas posturas, exageradas, conducían a un mismo extremo de negar la capacidad de crecimiento del hombre en libertad. De ellos han nacido muchos de los vicios y errores que el siglo XX ha tenido que padecer. El futuro reclama aunar, converger, crecer, que todo ello es progreso. Es cierto que el pasado existe como patrimonio y que a los padres acucia el deber respecto a los hijos y no el derecho, pero en todo caso para la construcción de un futuro, en el sentido de la marcha, creciendo.
Se tiende, muchas veces, a identificar la Patria con el suelo, «Bode» en alemán. Es entonces una retórica del paisaje aplicada a la pura materia del espacio. En este caso se corre el peligro de convertir a los seres humanos en una parte de la tierra como los habitantes de una selva. Un daño todavía mayor puede nacer de la fusión de Patria y Nación en una conciencia de linaje, «Blute», la sangre, porque el nacionalismo se exalta, cree descubrir específicos signos biológicos en los individuos y desemboca en el racismo con todas sus consecuencias. Hemos acudido a dos términos alemanes para recordar a los lectores que «Blute und Bode» era una de las consignas inspiradoras del nacional-socialismo.
En nuestros días se insinúa una nueva postura todavía más radical, de rechazo de la conciencia de Patria, considerándola como algo artificial y atribuyéndola únicamente a los movimientos conservadores. Es el radicalismo revolucionario y desarraigador, contra el que Burkhardt trataba de poner en guardia.
Mientras que la exaltación de la nación -nacionalismo conduce a separar a los hombres unos de otros (siendo los «unos» mis connaturales y el «otro» el extranjero o extraño) la exaltación del propio patrimonio ofrece menos peligros, pues el amor a los valores que poseo puede inducirme a comunicarlos a los demás y tampoco me impide apreciar vigorosamente los ajenos. La esperanza de Europa hacia ese futuro que se encuentra, al parecer, próximo, estriba precisamente en que, al confluir para reunirse los patrimonios de las naciones que la componen, se disponga de un capital tan abundante que resulte fácil el crecimiento en especial en el orden de la cultura, la ciencia, el derecho y la libertad. Beethoven es, indudablemente, una parte del patrimonio germánico, pero nada me impide hacer «mía» su música acogiéndola con amor. El hidalgo de la Mancha ha sido siempre vínculo de unidad. Para todo ello es imprescindible, sin embargo, que el patriotismo no se circunscriba al nivel del sentimiento que conduce a la vanagloria.
Cuando permanece en el ámbito sentimental, el patriotismo, incapaz de remontar el vuelo, se identifica con el paisaje inmediato y el folklore; permanece en un primer escalón cuya importancia no puede ser olvidada. Necesita elevarse al plano de la razón, esto es, convertirse en materia de estudio y análisis para su ulterior comunicación. Esto es precisamente lo que otorga tanta importancia a la Historia, siempre que obedezca las consignas de Ranke, «wie es eigentlich gewesen», y no se tergiverse para servir ideas políticas o máximas y principios previamente construidos. La Historia, que es siempre una explicación del presente, recurriendo a sus raíces en tiempo pasado, tiene que ser neutra, exquisitamente neutra. Su misión es dar razón de los hechos que han sucedido y no dar la razón a determinadas preferencias. Presente no es otra cosa que la línea tenue que engarza el pasado con el futuro: en medio se encuentra la generación del historiador, que toma conciencia y la transmite. Al término del trabajo ese historiador comprende y abraza el pasado como una consecuencia. Se vive en un espacio cultural, conjunto de valores y de formas de vida que las generaciones anteriores construyeron; hay virtudes y defectos, aciertos y errores y unos y otros son igualmente importantes.
4. Importa mucho precisar, en cada caso, dónde están las raíces y contenido del patrimonio que a la nación corresponde. Griegos y romanos, que fueron los primeros en preocuparse científicamente de estos asuntos que ellos inventan hasta el nombre de Historia lo atribuían únicamente a una comunidad humana, con independencia del espacio que habitase y haciendo abstracción de la misión hacia el futuro. La misión que, según Virgilio, incumbía a Roma no era otra que de «regir a los pueblos con imperio» . No sólo se reducía todo a un presente sino que se desvinculaba dicho presente de la libertad. Roma no era sino la obra más perfecta del Destino. El Cristianismo, que conforma a Europa, recibió esta herencia pero además otra mucho más importante, la de Israel. Dios mismo escoge un pueblo, no por sus méritos, sino desde la libre Voluntad, y le da una tierra (Eretz) para que desde ella cumpla una misión muy comprometida de servicio a sí mismo y a los demás.
En consecuencia el Cristianismo admite, como un hecho, que cada pueblo, por voluntad de Dios y no tanto por la suya propia, se encuentra instalado en una tierra a la que se vincula especialmente y desde la cual debe realizar la misión histórica que tiene encomendada. Esa nación es susceptible también de recibir el bautismo, pues la condición de cristiano no se reduce al ámbito de lo individual concreto sino que se hace extensivo a las sociedades humanas. De ambas cosas, misión creadora y espacio vital, se compone en principio el patrimonio. Israel, privado de su tierra durante diecinueve siglos, aunque conservando su misión de pueblo elegido, constituye verdaderamente una anomalía. La creación del Estado de Israel, a partir de 1947, constituye en consecuencia un término de llegada y no punto de arranque: los elementos han vuelto a unirse, como estaban al principio. Un hecho que se hace difícil de entender desde otras coordenadas.
En Europa la tarea práctica de creación de patrias, sumamente lenta, tiene mucho de integración, desarrollo cultural y progreso en libertad. Deben su origen a pequeños horizontes territoriales y humanos que se empeñaron, en plena edad feudal, en la defensa de lo para ellos más preciado, la libertad frente a enemigos de dentro y de fuera. Es hora de que tengamos el valor de rechazar la falsificación que el esquema marxista ha cometido al identificar servidumbre y feudalismo. La servidumbre era una reliquia del tiempo pasado, forma degenerada de la esclavitud romana, que sobrevivía pero en trance de desaparecer. La Carta Magna, que ahora rectamente se invoca como punto de partida para las libertades políticas no es otra cosa que un documento feudal. Pues el feudalismo, partiendo de un núcleo restringido de guerreros, fue el más formidable creador de libertad que puede imaginarse. El contrato feudal, y cuanto de él dependía, reclamaba la previa condición de libertad entre sus partes. Y hacía extensiva la conciencia del pacto a las relaciones entre monarca y súbditos.
La libertad, en el pensamiento cristiano europeo, no es una cantidad que se añade, sino una condición que se encuentra insita en la naturaleza humana porque en ella la ha colocado Dios. Un gran misterio y al mismo tiempo una gran virtud que necesita de ejercicio para crecer y consolidarse. Las pequeñas patrias, al tiempo que las incipientes formas de libertad, fueron creciendo, sin desaparecer nunca del todo, al modo como los fuertes sillares se convierten en apoyatura para que sobre ellos crezca la estructura de los grandes monumentos. Y surgieron las naciones grandes, aquellas cinco que el Concilio de Constanza reconociera como integradoras de la unidad de Europa.
La pregunta que ahora nos hacemos es la de si el proceso de crecimiento puede continuar, hasta crear una nueva forma de nación, dotada de su correspondiente patrimonio, que vendría a ser la «europeidad». Del Noce contesta afirmativamente, y, en realidad, no tenemos motivos para dejar de creer que las cosas pueden ser así. Una Patria común europea no alteraría los supuestos que aquí hemos contemplado; tal vez vendría a reforzarlos convirtiendose en meta para el tramo de Historia que corresponde vivir. En el fondo las guerras europeas, desde Napoleón hasta nosotros, han sido verdaderas contiendas civiles en que los campos se hallaban mal delimitados, porque se estaba debatiendo algo común y de interés de todos. Lo que, indudablemente, abocaría al desastre, sería un rechazo del patrimonio plural heredado, en todas y cada una de sus partes: los europeos somos los que somos y podemos construir un futuro porque sobre nuestros hombros descansa una herencia de siglos que, si se perdiera, así lo recordaba Menéndez y Pelayo en el caso de España, volveríamos seguramente a la época de las tormentas tribales antes de que romanidad y cristiandad fundieran Europa.
5. El caso de España, no distinto del de otros países de Europa, ofrece, sin embargo, algunas características singulares, que pueden explicarnos la aparición de comunidades autónomas, aunque no justifican los muchos errores que al ordenarlas se han cometido. Pues la unidad en la pluralidad, que es fórmula política superior, no admite que sufra la primera en detrimento de la segunda ni que se ignoren en absoluto precedentes históricos tergiversándolos. Hispania, que nunca tuvo el nombre de Gotia, es anterior a las regiones que en ella se establecieron: era una fuerte comunidad, nacida dentro del Imperio romano, que conservaba la doble legitimidad, política y cultural, como una verdadera herencia legítima. La comunidad que en ella vivía, producto de una síntesis entre elementos ibéricos, celtas y romanos -los wascones eran advenedizos que habían aprovechado la desintegración del Imperio para moverse hacia el sur cruzando el Pirineo- se había conformado espiritualmente en otra síntesis de helenismo, romanidad y cristianismo que es la que llamamos «cultura isidoriana» y la que explica la exaltación del santo sevillano cuando compone su «laudes Hispaniae» y trata de justificar, en su Crónica, la misión que Dios le ha encomendado.
Esa España preexistente, fue conquistada por los musulmanes, una mezcla de árabes y berberiscos, en la primera mitad del siglo VIII. Un anónimo cronista mozárabe, que por primera vez se exalta con la hazaña de los «europenses» de Carlos Martel cuando detuvieron al Islam y le obligaron a retroceder, definió ese episodio como la «pérdida de España». Dicha conciencia no se refería a la estructura política del reino wisigodo -los cronistas insistirán en el mal comportamiento de aquellos monarcas para explicar lo que era un verdadero castigo de Dios- sino a algo más profundo: a la síntesis espiritual isidoriana. Por eso la memoria de San Isidoro se invoca continuamente y los cronistas medievales, incluyendo al mencionado monje mozárabe, utilizaron su Crónica continuandola para relatar lo que venía detrás, pero sin modificar ni un ápice su conciencia. Cuando sea posible, un monarca leones, Fernando I, solicitará el traslado a León de los restos de Isidoro para unir de este modo con fuertes eslabones la cadena.
Eso es «reconquista», nombre nada superfluo, aunque se hayan producido errores al fijar su cronología. Había que recobrar el patrimonio de romanidad y cristianismo, junto con la conciencia de una dignidad humana que es acorde con la herencia helénica. Muy pronto, desde el siglo IX, el hallazgo de la tumba de Jacobo, devolvería a esa Hispania en trance de restitución, la conciencia de una misión muy especial. Pues no hay más que dos tumbas de apóstol exactamente localizadas, la de Roma y la de Compostela. Un Jacobo transformado además en campeón guerrero, alimentando el valor de los cristianos. Y vivieron los españoles, durante siglos, apegados a la tierra, queriéndola como saben quererla los hombres de armas. La épica española y su derivación historiográfica, moldearon así una conciencia nacional que está fuertemente penetrada de realismo y de esos sentimientos. Para el autor del Poema de Fernán González «de toda España, Castilla es lo mejor», mientras que en la Crónica del Ceremonioso Pedro IV, «Catalunya es la millor terra d'Espanya».
Crecimiento, pues, de una conciencia de libertad que es resultado de esa defensa y de esa restauración. Hay, en el Poema del Cid, un matiz importante: se da por sentado que el caballero de Vivar es buen vasallo «si oviera buen senor». En las leyendas épicas de Castilla los traidores vienen de fuera, como Bellido Dolfos, porque lo que caracteriza a la gente de la tierra es la lealtad. A finales del siglo XIV las Cortes se encargaron de explicar con precisión la diferencia que existe entre fidelidad y lealtad. Es fiel quien sigue al señor sin preguntarse por la justicia de su causa; es leal aquel que impide que el señor caiga en injusticia. Así fue Rodrigo, siempre dentro de la obediencia debida, víctima de los «mestureros» desleales. De las dos virtudes, la segunda es precisamente la que importa, pues en ella alcanzan cabal cumplimiento la libertad y la dignidad de la persona humana, que nunca es completa si se aparta de la ley de Dios. Una de las formas políticas más arraigadas entre los españoles es el «pactismo», como gustaba definirlo a Jaime Vicens Vives: entre Rey y Reino existe una especie de relación contractual que les obliga recíprocamente; pues ambos están igualmente obligados a respetar y cumplir las leyes y los fueros, cartas y privilegios, buenos usos y buenas costumbres pues en todo ello residen las «libertades» de la comunidad humana. El incumplimiento de la ley es el primero y principal atentado a la libertad.
Por razones militares, la Reconquista, que comenzó siendo defensa frente a un poder más fuerte, impuso una diversificación de potestades -era imposible al Islam quebrantar la resistencia de varios núcleos asestando un golpe decisivo como sucedería al final en la batalla resolutoria que llamamos de las Navas- que desembocaron en estructuras políticas con algunas peculiaridades sociales y jurídicas, sin que en ningún momento se perdiera de vista la pertenencia a un conjunto unitario. El retorno a la unidad política era contemplado, a veces, como algo deseable, superior. A finales del siglo XIV toda esa pluralidad variada se había agrupado para formar cuatro Monarquías. Fue entonces cuando el Rey Pedro IV, que había llegado a reunir seis reinos, no todos españoles, concibió la que llegaría a ser gran fórmula política. Reconoció la existencia de dos planos: el superior donde se encuentran las funciones de la soberanía -justicia suprema, defensa del territorio en el interior y exterior, política general, norma de gobierno, desarrollo económico, etc.- y la identificó con la Corona; en el inferior estaban todas las tareas administrativas, directamente relacionadas con el bienestar y las libertades de los súbditos, esto es, los Reinos. Surgió entonces la «Corona del Casal d'Aragó» que, simplificando, muchas veces llamamos Corona de Aragón con notorio error pues no se asignaba a este Reino un papel distinto del de los demás.
Cada Monarquía era susceptible de un desdoblamiento semejante. Por otra parte los cuatro Reyes, que retuvieron en exclusiva este título y el de Príncipes para sus primogénitos herederos, consideraban su soberanía como algo que compartían al estar dotada de un origen común: la vieja Hispania latino-goda. De modo que entendían como un derecho y casi como una obligación, intervenir en los asuntos de sus vecinos, ya que se trataba de algo que compartían. De ahí la falta de compartimentación. No parecía extraño que nobles tuvieran señoríos en más de un reino simultáneamente o que un Rey de Navarra pudiera ser duque de Peñafiel. Juan I de Castilla pediría a su suegro Pedro IV un ejemplar de sus importantes Leyes Palatinas para poder adaptarlas en sus dominios, y Las Partidas fueron usadas como doctrina jurídica en todas partes. El arzobispo de Braga se titulada como el de Toledo, primado de España. En resumen la españolidad formaba una naturaleza compartida y esto es lo que, en 1414, reconoce el Concilio de Constanza; en él, todos los españoles formulaban, tras los oportunos debates internos, un sólo voto. A principios del siglo XVI, Navarra, obligada a elegir entre Francia y España, optó por la segunda, a pesar de que entonces ceñían la corona los miembros de una dinastía francesa. Conservó con ello su calidad de reino.
6. España aparece conformada como nación en el siglo XV. Contaba ya entonces con todos los elementos que la definen, en especial esa lengua que, despegándose definitivamente del «castellano recto» de Toledo, va a convertirse en española, patrimonio común de varios centenares de millones de seres humanos. La aparición de la Gramática de Nebrija -«es la lengua compañera de imperio»- da al año 1492 una significación casi tan importante como el descubrimiento de América. Un año para el cambio de la coyuntura: España cerraba un ciclo histórico, el de la «recuperación» de la Hispania perdida y abría simultáneamente otro que la llevaría a desvivirse para dar origen a las nuevas naciones hispano-americanas. Los Reyes Católicos fueron considerados por los escritores coetáneos no como fundadores o creadores, sino como «restauradores» de la unidad. Y aplicaron a esta empresa la misma estructura que heredaran en la Corona de Aragón porque en ella contemplaban un modelo superior y más fiable. Reinos y principados siguieron disponiendo de cierta capacidad legislativa, no absoluta, ni en contradicción con la soberanía que ahora era un bien común
Siguiendo la doctrina que los Papas ya establecieran en la centuria anterior, España fue la primera nación entre las de Europa, que afirmó con énfasis la condición libre de todos aquellos que formaban la comunidad nacional, resolviendo el añejo problema de los remensas. Una pragmática de estos monarcas determinó la nulidad de cualquier reliquia de servidumbre que aun yaciera olvidada en cualquier rincón de sus reinos. También había sido la primera que convocara procuradores de las ciudades y villas a la Corte a fin de establecer los impuestos nuevos, fijar el orden de sucesión y compartir las tareas legislativas que correspondían al Rey. Además se establecieron por vez primera, en un proceso bastante largo, los tres poderes independientes entre sí aunque no de la Corona: el legislativo de las Cortes, el judicial de la Audiencia y el ejecutivo de los Consejos de la Corona. Todo para conseguir que las decisiones emanadas de la soberanía, estuviesen conformes y sujetas a Derecho.
Todo ello respondiendo a una concepción de la persona humana que se encuentra en el fondo de la cultura que llamamos «hispanidad», la cual se diferenciaba mucho de los voluntarismos nominalitas que iban a dominar ampliamente en Europa, gracias al protestantismo. Los pensadores españoles, fieles al racionalismo tomista, defendieron que el hombre es una criatura capacitada para el conocimiento racional especulativo, y dotada de una voluntad libre (libero arbitrio, como ya defendía Erasmo) que permite elegir, responsablemente, entre bien y mal. De aquí los maestros de Salamanca extraían la conclusión de que todo hombre nace provisto de un orden de valores éticos «naturales», que le acompañan y ni siquiera tiene que adquirir pues se hallan insitos en su naturaleza, los cuales le guían en su camino hacia la plena dignidad de su ser. De ahí nació el gran principio, desarrollado con posterioridad y aplicado en América, acerca de la existencia de unos derechos «naturales» humanos, entre los que la vida, la libertad personal y la propiedad privada son los primeros y, de suyo, inalienables.
Todo esto pasó a formar parte de nuestro patrimonio nacional: la variedad polifacética de los antiguos reinos, que puede constituir vehículo de riqueza si confluyen todos en un quehacer común, y la profundidad de una conciencia acerca de la dignidad de la naturaleza humana que se transmitió al mundo. No sólo a América, aunque sí principalmente a América. En ese patrimonio tenemos que incluir las Leyes de Indias, el Derecho de gentes de Francisco de Vitoria, las Prelecciones del P. Suárez, la razón de la razón -en lugar de esa «razón de la sinrazón» que vuelve loco a don Quijote de la Mancha- el sentido profundo de la vida de Calderón, el desgarramiento de Lope, la política de Dios de Quevedo y hasta el gesto dulce y amable hacia el enemigo vencido que Velázquez quiso retener en el cuadro de las Lanzas. Todo eso y mucho más lo constituyen. No tenemos otro. Renunciar a él sería abrazar la preferencia por un alma miserables y primitiva, volver a las tribus de donde salimos.
7. Nación y patria tienen la misión de proporcionar al hombre un ámbito desde el que actúa sobre el mundo. Plataformas sobre las que se apoya para trascenderse. Le proporcionan aquellos sentimientos, creencias, valores y pensamientos sin los que le sería imposible desenvolverse. Pero éstos, aunque le vinculan a una determinada forma de comunidad, no le maniatan: entra en las competencias de su libertad actuar sobre ellos. Sólo los insensatos pueden permitirse el lujo de destruir su modo de ser tratando de anularlas, desprendiéndose de su patrimonio, fuente de riqueza. El Papa nos recuerda cómo la gran operación del Cristianismo en la primera etapa de la Historia fue precisamente el «bautismo de las naciones» y no su destrucción.
La relación del hombre con su patria o, si se me permite la expresión, con el horizonte de las patrias que sucesivamente se le ofrecen, está guiada por el amor que no es, en este caso, sentimiento afectivo o concupiscente, por el placer que proporciona el paisaje, por las ventajas que del mismo se esperan o por el placer que se anhela obtener -«no saltres sols»- al encerrarse en un soliloquio inanimado, sino que es «dilectivo»: se quiere mejorar aquello que se ama, rectificar los errores cometidos, corregir defectos, alcanzar en definitiva el bien. En esa clase de amor hay siempre una porción de entrega. Quien ama a su Patria debe mostrarse dispuesto a sacrificarse por ella.
Debe aplicarse aquí lo que en párrafos anteriores decíamos al establecer la jerarquía en la conciencia de las sucesivas patrias. No existe, en verdad, incompatibilidad alguna entre el amor a la pequeña patria local y las sucesivas de la región, del reino, y de la comunidad cultural superior de la que forman parte. Todo lo contrario: el ascenso en la escala debe permitir la profundización en los afectos. En la medida en que nos vamos integrando en una conciencia más universal -la Iglesia tiene una larga experiencia al respecto, también con amargo sufrimiento por los nacionalismos desatados- los valores ajenos, específicamente franceses o alemanes, por ejemplo, se harán más entrañables porque pasaban a formar parte del propio patrimonio. Es algo que se comprende bien en los grandes horizontes del espacio americano: cualesquiera que sean los roces entre las naciones que allí se han formado, existe una conciencia de americaneidad que está por encima de idiomas y de colores aunque se nutre de todo ello.
La seguridad de que cada nación permite el acceso a una Patria es precisamente la que transmite y conserva el sentido de la solidaridad entre los seres humanos, produciendo afectos. Es una frase comúnmente admitida que la variedad enriquece el conjunto. Y es cierto siempre que sea capaz de crear una conciencia de recíprocos afectos. La unión en la pluralidad es precisamente la que constituye forma de vida superior. Pasando a una reducción al absurdo lo entenderemos mejor: si fuésemos despojados de esa herencia que constituye la Patria, un orden de valores, un patrimonio espiritual, sólo nos quedaría para construir la existencia en comunidad un Estado esterilizante.
En una obra de gran importancia, Das Reich der Damonen, Frank Thiess afirmó que la plenitud de existencia en el hombre se apoya en tres ejes: la definición de belleza, acorde con la realidad, como fuera establecida por la civilización helénica, el orden jurídico («ius») que fue el gran descubrimiento de Roma, y el sentido de la trascendencia ejercido como una forma de amor («jaristós») que es la aportación decisiva que realiza el cristianismo. Ahora bien, esos son los tres contenidos del «ser nacional» cuando se realiza correctamente desde la Patria. A causa de tales orígenes, la noción de Patria es una dimensión muy específicamente europea y nada tiene que ver con la adhesión religiosa a ningún emperador. De Europa ha pasado a América, donde ha cobrado nuevas fuerzas, pero no ha conseguido penetrar todavía en otras culturas.
Imaginemos ahora una comunidad humana que se viese despojada de estos valores «propios», bien por renuncia voluntaria o por disposiciones ajenas. Automáticamente se vería llamada a llenar el vacío con simples imitaciones de valores ajenos, que ella no ha construido. Estaríamos ante un caso de alienación, capaz de crear una especie de máscara sin personalidad. Todos los pueblos con vocación imperial, que tratan de dominar a otros, empiezan por destruir en ellos la conciencia de Patria. Sin raíces profundas, el árbol se seca y puede ser con facilidad desarraigado. Quienes se encaraman a la cúspide de la dirección política de un país, tampoco suelen tener en cuenta los valores patrimoniales que la nación posee y que debieran ser una fuerte limitación para sus proyectos. Recurren para justificar la destrucción del patrimonio y justificar las acciones, al bien común. No nos engañemos: eso que llaman bien común coincide las más de las veces con los objetivos particulares de la facción dominante.
Se trata de una situación que se da frecuentemente entre nosotros. Es la misma que ha dado a las luchas políticas en el siglo XX un tinte tan dramático. No en vano estamos viviendo como en la espuma de un proceso revolucionario. Son muchos los que se resisten a reconocer esta especie de ley inexorable que condena a las revoluciones a fracasar, precisamente por ser fenómenos de ruptura. Al llegar al vacío se pretende construir el futuro como si la generación presente, que no quiere tener deudas con el pasado, fuera dueña absoluta del tiempo e infalible programadora de un futuro que impone a las que vienen detrás. Como una consecuencia indirecta de este fenómeno se está dando en España y en otros países, otro que propugna la marcha hacia atrás, haciendo de las patrias menores, en lugar de vehículo para el crecimiento, meros instrumentos de disgregación.
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