PROGRESO Y ESPIRITUALIDAD
Tíbet chino. Progreso y espiritualidad no comparten mantra
TEXTO: PABLO M. DÍEZ ENVIADO ESPECIAL
Tras los graves disturbios que han sumido a Lhasa en el caos no sólo subyace una demanda independentista, sino dos formas de entender el mundo: la «modernidad» china frente a la «tradición» tibetana
H ace una semana estallaba el oasis de paz y espiritualidad que era Lhasa, la capital del Tíbet y ciudad sagrada del budismo. Protagonizando los peores disturbios desde 1989, los tibetanos se echaban a la calle para reclamar la independencia de esta región, ocupada por China desde 1950.
Las tiendas del Barkhor, el circuito de peregrinación alrededor del templo de Jokhang, ardían y, según el régimen comunista, morían 13 civiles linchados y quemados y tres tibetanos que saltaban al vacío por una ventana al ser detenidos. Desde la ciudad india de Dharamsala, el Gobierno del Dalai Lama en el exilio cifraba el número de víctimas entre 30 y 80 fallecidos, a los que habría que sumar una treintena de muertos al extenderse la revuelta por otras provincias limítrofes, como Qinghai, Sichuan y Gansu, con abundante población tibetana. Estos datos revelan que nadie sabe lo que está pasando en el Tíbet porque es una zona prohibida para los periodistas extranjeros y en la que los turistas necesitan un permiso especial.
Sutras y «money»
En julio de 2006, y a bordo del primer tren que unía Pekín con Lhasa, este corresponsal llegó al Tíbet y pudo moverse libremente pese a tales restricciones. Lo visto allí entonces sirve para explicar lo que ocurre ahora. En Lhasa, una ciudad de 250.000 habitantes a la que cada año llegan 50.000 emigrantes de la etnia Han, los chinos dirigen los negocios mientras los tibetanos tienen los empleos peor remunerados, como conductores de triciclos y barrenderos, o se pasan el día dando vueltas al Barkhor y rezando mientras agitan sus inseparables molinillos de oraciones. Debido a su fuerte religiosidad, decenas de miles de peregrinos venidos de las partes más remotas del Tíbet caminan hasta Lhasa, a veces durante años, arrodillándose cada tres pasos y dejándose caer sobre el suelo, donde extienden las manos ayudados por unas tablillas de madera. Así, los Han controlan la Administración, los comercios, los mejores puestos de trabajo y son los principales beneficiarios de los hospitales, escuelas, restaurantes y karaokes que están transformando las ciudades, mientras que el 80 por ciento de los 2,7 millones de tibetanos subsiste a duras penas de la agricultura y la ganadería.
En el Barkhor, a cada metro ondea la bandera de China para dejar bien claro quién manda: las decenas de miles de policías, soldados y agentes de paisano que con su presencia revelan que ésta es una zona bajo ocupación militar.
Los chinos están pavimentando las calles y construyendo sus típicos edificios de ladrillo visto blanco mientras los tibetanos viven en casas de adobe en medio de polvorientos caminos de tierra por donde corren las aguas fecales entre cerdos, burros, perros y niños descalzos.
Para bien o para mal, los chinos encarnan el trabajo, el progreso y el desarrollo, mientras que los tibetanos, una de las sociedades más atrasadas y piadosas del mundo, siguen anclados en una teocracia dirigida por el Dalai Lama, cuyos retratos son venerados por los monjes pese a que están proscritos por el régimen y severamente penados. Pero esto no le impide a los religiosos de los monasterios de Drepung o Ganden haber aprendido los principios del materialismo, pues no dudan en dejarse fotografiar a cambio de unos yuanes. «Ohm, money, money, ohm...», dice ahora el tradicional sutra budista.
El simbólico tren del cielo
Por eso, los chinos no entienden por qué los tibetanos suspiran por su independencia cuando les han traído la modernidad. Los chinos esgrimen que Pekín se ha gastado 3.300 millones de euros para construir un ferrocarril que es un prodigio de la ingeniería. Pero los tibetanos se quejan de que «el tren del cielo» ha destruido el ecosistema de la altiplanicie del Qinghai-Tíbet y ha traído a la mitad de los cuatro millones de turistas, la mayoría chinos, que visitaron la región el año pasado.
Ante tal avalancha, el Palacio de Potala, la antigua sede del Gobierno tibetano y residencia del Dalai Lama, ha limitado las visitas a 2.300 personas diarias para no dañar a esta construcción del siglo VII, pero cuya estructura actual se remonta a 1645. Para este año, se esperaban cinco millones de viajeros que iban a dejarse unos 500 millones de euros, puesto que el turismo es la primera industria del Tíbet. Pero ahora la región está cerrada y el Gobierno no sabe cuándo permitirá la entrada de visitantes extranjeros.
Mientras tanto, el régimen comunista sigue con su desarrollo. Hasta 2010, invertirá 10.000 millones de euros en ampliar el aeropuerto de Lhasa, extender los servicios de agua potable, luz y teléfonos y en llevar el tren hasta la segunda ciudad de la región, Xigaze, y a la frontera con la India y Nepal. Además, se gastará unos 5.700 millones de yuanes (570 millones de euros) en construir carreteras, el ejemplo más claro de la colonización Han.
Esta no es gratuita ni altruista, ya que el Tíbet, que es el doble de España con sus 1,2 millones de kilómetros cuadrados, tiene una vital importancia geoestratégica por su ubicación en el Himalaya y su frontera con el otro gigante asiático, la India.
Un futuro inestable
Además, bajo su árida superficie lunar esconde reservas minerales por valor de 100.000 millones de euros, imprescindibles para la hambrienta China, cuyo imparable crecimiento económico ha disparado su consumo de energía.En definitiva, se trata de una zona demasiado valiosa como para que deje de interesar a Pekín y deje de atraer a chinas como Lulu, una joven de Shangai que se había mudado a Lhasa para abrir una tienda de música, o Zhang, una campesina cuyas tierras habían sido expropiadas para construir una autopista y ahora picaba piedra de sol a sol en una cantera por 1.000 yuanes (100 euros) al mes. Aunque muy diferentes, todas estas migraciones influyen en la tradicional mentalidad tibetana. La de Lulu porque se relaciona con jóvenes como Sanji, quien ya no piensa en hacerse monje ni recitar sutras, sino en dejarse el pelo largo, vestir vaqueros, escuchar rock y convertirse «en gigoló de alguna china adinerada». Y la de Zhang porque supone más competencia laboral para los tibetanos pobres.
Así de inestable es este Tíbet del siglo XXI en el que muchos de sus habitantes siguen viviendo como hace 500 años. Dos mundos que sólo pueden estar destinados a chocar una y otra vez dentro de esa rueda que para los budistas es la vida.
TEXTO: PABLO M. DÍEZ ENVIADO ESPECIAL
Tras los graves disturbios que han sumido a Lhasa en el caos no sólo subyace una demanda independentista, sino dos formas de entender el mundo: la «modernidad» china frente a la «tradición» tibetana
H ace una semana estallaba el oasis de paz y espiritualidad que era Lhasa, la capital del Tíbet y ciudad sagrada del budismo. Protagonizando los peores disturbios desde 1989, los tibetanos se echaban a la calle para reclamar la independencia de esta región, ocupada por China desde 1950.
Las tiendas del Barkhor, el circuito de peregrinación alrededor del templo de Jokhang, ardían y, según el régimen comunista, morían 13 civiles linchados y quemados y tres tibetanos que saltaban al vacío por una ventana al ser detenidos. Desde la ciudad india de Dharamsala, el Gobierno del Dalai Lama en el exilio cifraba el número de víctimas entre 30 y 80 fallecidos, a los que habría que sumar una treintena de muertos al extenderse la revuelta por otras provincias limítrofes, como Qinghai, Sichuan y Gansu, con abundante población tibetana. Estos datos revelan que nadie sabe lo que está pasando en el Tíbet porque es una zona prohibida para los periodistas extranjeros y en la que los turistas necesitan un permiso especial.
Sutras y «money»
En julio de 2006, y a bordo del primer tren que unía Pekín con Lhasa, este corresponsal llegó al Tíbet y pudo moverse libremente pese a tales restricciones. Lo visto allí entonces sirve para explicar lo que ocurre ahora. En Lhasa, una ciudad de 250.000 habitantes a la que cada año llegan 50.000 emigrantes de la etnia Han, los chinos dirigen los negocios mientras los tibetanos tienen los empleos peor remunerados, como conductores de triciclos y barrenderos, o se pasan el día dando vueltas al Barkhor y rezando mientras agitan sus inseparables molinillos de oraciones. Debido a su fuerte religiosidad, decenas de miles de peregrinos venidos de las partes más remotas del Tíbet caminan hasta Lhasa, a veces durante años, arrodillándose cada tres pasos y dejándose caer sobre el suelo, donde extienden las manos ayudados por unas tablillas de madera. Así, los Han controlan la Administración, los comercios, los mejores puestos de trabajo y son los principales beneficiarios de los hospitales, escuelas, restaurantes y karaokes que están transformando las ciudades, mientras que el 80 por ciento de los 2,7 millones de tibetanos subsiste a duras penas de la agricultura y la ganadería.
En el Barkhor, a cada metro ondea la bandera de China para dejar bien claro quién manda: las decenas de miles de policías, soldados y agentes de paisano que con su presencia revelan que ésta es una zona bajo ocupación militar.
Los chinos están pavimentando las calles y construyendo sus típicos edificios de ladrillo visto blanco mientras los tibetanos viven en casas de adobe en medio de polvorientos caminos de tierra por donde corren las aguas fecales entre cerdos, burros, perros y niños descalzos.
Para bien o para mal, los chinos encarnan el trabajo, el progreso y el desarrollo, mientras que los tibetanos, una de las sociedades más atrasadas y piadosas del mundo, siguen anclados en una teocracia dirigida por el Dalai Lama, cuyos retratos son venerados por los monjes pese a que están proscritos por el régimen y severamente penados. Pero esto no le impide a los religiosos de los monasterios de Drepung o Ganden haber aprendido los principios del materialismo, pues no dudan en dejarse fotografiar a cambio de unos yuanes. «Ohm, money, money, ohm...», dice ahora el tradicional sutra budista.
El simbólico tren del cielo
Por eso, los chinos no entienden por qué los tibetanos suspiran por su independencia cuando les han traído la modernidad. Los chinos esgrimen que Pekín se ha gastado 3.300 millones de euros para construir un ferrocarril que es un prodigio de la ingeniería. Pero los tibetanos se quejan de que «el tren del cielo» ha destruido el ecosistema de la altiplanicie del Qinghai-Tíbet y ha traído a la mitad de los cuatro millones de turistas, la mayoría chinos, que visitaron la región el año pasado.
Ante tal avalancha, el Palacio de Potala, la antigua sede del Gobierno tibetano y residencia del Dalai Lama, ha limitado las visitas a 2.300 personas diarias para no dañar a esta construcción del siglo VII, pero cuya estructura actual se remonta a 1645. Para este año, se esperaban cinco millones de viajeros que iban a dejarse unos 500 millones de euros, puesto que el turismo es la primera industria del Tíbet. Pero ahora la región está cerrada y el Gobierno no sabe cuándo permitirá la entrada de visitantes extranjeros.
Mientras tanto, el régimen comunista sigue con su desarrollo. Hasta 2010, invertirá 10.000 millones de euros en ampliar el aeropuerto de Lhasa, extender los servicios de agua potable, luz y teléfonos y en llevar el tren hasta la segunda ciudad de la región, Xigaze, y a la frontera con la India y Nepal. Además, se gastará unos 5.700 millones de yuanes (570 millones de euros) en construir carreteras, el ejemplo más claro de la colonización Han.
Esta no es gratuita ni altruista, ya que el Tíbet, que es el doble de España con sus 1,2 millones de kilómetros cuadrados, tiene una vital importancia geoestratégica por su ubicación en el Himalaya y su frontera con el otro gigante asiático, la India.
Un futuro inestable
Además, bajo su árida superficie lunar esconde reservas minerales por valor de 100.000 millones de euros, imprescindibles para la hambrienta China, cuyo imparable crecimiento económico ha disparado su consumo de energía.En definitiva, se trata de una zona demasiado valiosa como para que deje de interesar a Pekín y deje de atraer a chinas como Lulu, una joven de Shangai que se había mudado a Lhasa para abrir una tienda de música, o Zhang, una campesina cuyas tierras habían sido expropiadas para construir una autopista y ahora picaba piedra de sol a sol en una cantera por 1.000 yuanes (100 euros) al mes. Aunque muy diferentes, todas estas migraciones influyen en la tradicional mentalidad tibetana. La de Lulu porque se relaciona con jóvenes como Sanji, quien ya no piensa en hacerse monje ni recitar sutras, sino en dejarse el pelo largo, vestir vaqueros, escuchar rock y convertirse «en gigoló de alguna china adinerada». Y la de Zhang porque supone más competencia laboral para los tibetanos pobres.
Así de inestable es este Tíbet del siglo XXI en el que muchos de sus habitantes siguen viviendo como hace 500 años. Dos mundos que sólo pueden estar destinados a chocar una y otra vez dentro de esa rueda que para los budistas es la vida.
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