ESPAÑA EN EL CORAZON 2005 ¿QUIEN MANDA: LOS VIVOS O LOS MUERTOS
Izquierda nietzscheana
Autor: José María Lassalle
La historia se repite dando la razón a Vico y, de paso, a Herder y sus maestros anti-ilustrados. El curso racionalizador, abstracto y liberal que sustenta la Modernidad política sufre en España una inesperada torsión desde su vertiente izquierda. Una parte significativa de ella ha decidido tirar la toalla ilustrada y ceder a la tentación nietzscheana de «vivir peligrosamente». Ha sustituido la uniformidad evolutiva de una racionalidad crítica a la manera popperiana y ha cogido el atizador witggensteiniano con la ansiedad de quien no está dispuesto a reconocer que «yo puedo equivocarme, tú puedes tener razón, y juntos podemos seguir acaso el rastro de la verdad». Es como si la izquierda española se hubiera cansado de tanta normalidad institucional ilustrada y quisiera aventurarse por los páramos olvidados de la incertidumbre y la provocación, reabriendo las heridas trágicas que disparan los acontecimientos y aceleran el pulso de la vida. De ahí que haya decidido sustituir la tediosa uniformidad abstracta y universalista que nace de las ideas liberales e igualitarias de nación, soberanía y pueblo por la diversidad particularista que aletea detrás de la reivindicación de legitimidades históricas fundadas en el mito, el destino y la memoria. Al igual que sucedió bajo el bucle melancólico que emanó del romanticismo y que condujo al historicismo entrado el siglo XIX, la izquierda española ha roto sus ataduras con el tedio generado por estos «larguísimos» veintisiete años de constitucionalismo liberal. Se ha lanzado a tumba abierta por una emocionalidad que nos retrotrae a la fundamentación mítica del Estado y el Derecho que diseñaron los Schelling, Hegel y Savigny. Parece empeñada en resucitar la historia y recuperar escenarios de confrontación allí donde ya no tendría que haberlos tras la caída del Muro, rescatando significantes culturales y políticos con el fin de hallar así una nota diferenciadora frente al triunfo de la sociedad abierta, sus instituciones y paradigmas metodológicos. Esto se hace patente al analizar la deriva comunitarista que va sustituyendo el discurso republicano-cívico por el que apostó la izquierda española hace no tanto tiempo. Así, lejos de emular las exitosas pautas de centralidad alcanzadas por el liberalismo igualitario defendido por los laboristas británicos o los planteamientos reformistas de una SPD alemana (empeñada en seguir dando la razón a aquel Popper que dijo que «si hubiera algo así como un socialismo combinado con la libertad individual, yo seguiría siendo socialista»), nuestra izquierda ha decidido tender puentes hacia quienes tendrían que ser su oponente natural: ese nacionalismo radical y obsesionado en revisar el presente constitucional al considerarlo injusto conforme a una atropellada actualización posmoderna y multiculturalista que defiende identidades colectivas en construcción dentro de la nación española, al tiempo que retoma un trasnochado lenguaje intervencionista de deberes sociales que mina el pluralismo que sustenta el progreso de las sociedades abiertas. Tratar de analizar las claves psicológicas que operan detrás de este proceso es difícil. Supondría revisitar un escenario complejo, alimentado por frustraciones generacionales y confusas herencias familiares y emocionales. Un escenario que hace cierta la tesis de La España invertebrada y que, tomada de Esquilo, volcaba Ortega sobre la restauración canovista diciendo que en ella mandaban los muertos sobre los vivos. De hecho, en la revisión del espíritu ilustrado que experimenta la izquierda hay algo de esa impronta espectral. Para comprenderlo basta advertir el rictus radical, ortodoxo y demasiado antiguo que impregna muchas de sus declaraciones políticas. ¿Cómo entender si no esa paulatina sustitución de la crítica ponderada por la denuncia conspirativa frente a la oposición, los medios de comunicación que no son afines e incluso determinadas confesiones religiosas que expresan su malestar hacia el Gobierno? ¿Dónde está esa imaginación sensata y esa ironía brillante que en Italia exteriorizan Prodi o Cacciari, cuando dibujan desde la izquierda una alternativa centrada que trata de alterar el monopolio técnico y conceptual que exhibe el liberalismo a la hora de gestionar la complejidad del siglo XXI? En vez de imitar la valentía de aquel socialismo español que renunció al marxismo y al cuestionamiento de la democracia liberal y el mercado libre, busca la afinidad electiva de los discursos regresivamente premodernos y míticos que exteriorizan el nacionalismo radical y los populismos antisistema. La izquierda abandona inexplicablemente el filón de cultivar tanto la defensa de un Estado viable como la bandera de liderar espacios de cooperación social dentro de las cada vez más insensibles sociedades posindustriales. De esta manera, la actualización izquierdista de la reflexión de Constant de una libertad de los modernos, positiva y social a la altura del siglo XXI, queda sin cubrir con la intensidad necesaria, pues sus adversarios liberales no pueden abarcar todos los escenarios de significación que contiene el discurso político y jurídico de la Ilustración. Resulta increíble que esta situación se haya tenido que producir ahora, cuando nuestro país parecía haber tomado buena cuenta de las enseñanzas dejadas tras de sí por las generaciones que vivieron el triste fracaso colectivo de la II República, la atroz Guerra Civil y la dictadura franquista. Esto es lo lamentable: ver cómo parte de la izquierda se instala en una revisión unilateral de esa Modernidad contenida en los valores liberales, igualitarios y pluralistas que representa nuestra normalidad constitucional, dando la razón a Isaiah Berlin cuando nos advierte de que no hay fórmula institucional que evite la tentación que sienten algunos durante una travesía colectiva de querer cambiar el mundo y poblarlo nuevamente de poderes imaginarios. Al hacerlo así, la izquierda despliega una estrategia temeraria que recuerda a aquella otra seguida por el nietzcheano Mann de Las consideraciones de un apolítico y que lo condujo a repudiar estéticamente la ideología democrática del consenso y el compromiso porque nivelaba las diversidades del corazón, aplanaba las vivencias de comunidad bajo las razones de la asociación constitucional y acallaba el estremecimiento del «Lied» de la mano del dominio de la opinión mayoritaria. Y todo este resurgimiento de los poderes imaginarios de la «Kultur» se produce a tan sólo veintisiete años del triunfo de los artefactos intelectuales de la «Zivilisation»...
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José María Lassalle es diputado del PP en el Congreso
Autor: José María Lassalle
La historia se repite dando la razón a Vico y, de paso, a Herder y sus maestros anti-ilustrados. El curso racionalizador, abstracto y liberal que sustenta la Modernidad política sufre en España una inesperada torsión desde su vertiente izquierda. Una parte significativa de ella ha decidido tirar la toalla ilustrada y ceder a la tentación nietzscheana de «vivir peligrosamente». Ha sustituido la uniformidad evolutiva de una racionalidad crítica a la manera popperiana y ha cogido el atizador witggensteiniano con la ansiedad de quien no está dispuesto a reconocer que «yo puedo equivocarme, tú puedes tener razón, y juntos podemos seguir acaso el rastro de la verdad». Es como si la izquierda española se hubiera cansado de tanta normalidad institucional ilustrada y quisiera aventurarse por los páramos olvidados de la incertidumbre y la provocación, reabriendo las heridas trágicas que disparan los acontecimientos y aceleran el pulso de la vida. De ahí que haya decidido sustituir la tediosa uniformidad abstracta y universalista que nace de las ideas liberales e igualitarias de nación, soberanía y pueblo por la diversidad particularista que aletea detrás de la reivindicación de legitimidades históricas fundadas en el mito, el destino y la memoria. Al igual que sucedió bajo el bucle melancólico que emanó del romanticismo y que condujo al historicismo entrado el siglo XIX, la izquierda española ha roto sus ataduras con el tedio generado por estos «larguísimos» veintisiete años de constitucionalismo liberal. Se ha lanzado a tumba abierta por una emocionalidad que nos retrotrae a la fundamentación mítica del Estado y el Derecho que diseñaron los Schelling, Hegel y Savigny. Parece empeñada en resucitar la historia y recuperar escenarios de confrontación allí donde ya no tendría que haberlos tras la caída del Muro, rescatando significantes culturales y políticos con el fin de hallar así una nota diferenciadora frente al triunfo de la sociedad abierta, sus instituciones y paradigmas metodológicos. Esto se hace patente al analizar la deriva comunitarista que va sustituyendo el discurso republicano-cívico por el que apostó la izquierda española hace no tanto tiempo. Así, lejos de emular las exitosas pautas de centralidad alcanzadas por el liberalismo igualitario defendido por los laboristas británicos o los planteamientos reformistas de una SPD alemana (empeñada en seguir dando la razón a aquel Popper que dijo que «si hubiera algo así como un socialismo combinado con la libertad individual, yo seguiría siendo socialista»), nuestra izquierda ha decidido tender puentes hacia quienes tendrían que ser su oponente natural: ese nacionalismo radical y obsesionado en revisar el presente constitucional al considerarlo injusto conforme a una atropellada actualización posmoderna y multiculturalista que defiende identidades colectivas en construcción dentro de la nación española, al tiempo que retoma un trasnochado lenguaje intervencionista de deberes sociales que mina el pluralismo que sustenta el progreso de las sociedades abiertas. Tratar de analizar las claves psicológicas que operan detrás de este proceso es difícil. Supondría revisitar un escenario complejo, alimentado por frustraciones generacionales y confusas herencias familiares y emocionales. Un escenario que hace cierta la tesis de La España invertebrada y que, tomada de Esquilo, volcaba Ortega sobre la restauración canovista diciendo que en ella mandaban los muertos sobre los vivos. De hecho, en la revisión del espíritu ilustrado que experimenta la izquierda hay algo de esa impronta espectral. Para comprenderlo basta advertir el rictus radical, ortodoxo y demasiado antiguo que impregna muchas de sus declaraciones políticas. ¿Cómo entender si no esa paulatina sustitución de la crítica ponderada por la denuncia conspirativa frente a la oposición, los medios de comunicación que no son afines e incluso determinadas confesiones religiosas que expresan su malestar hacia el Gobierno? ¿Dónde está esa imaginación sensata y esa ironía brillante que en Italia exteriorizan Prodi o Cacciari, cuando dibujan desde la izquierda una alternativa centrada que trata de alterar el monopolio técnico y conceptual que exhibe el liberalismo a la hora de gestionar la complejidad del siglo XXI? En vez de imitar la valentía de aquel socialismo español que renunció al marxismo y al cuestionamiento de la democracia liberal y el mercado libre, busca la afinidad electiva de los discursos regresivamente premodernos y míticos que exteriorizan el nacionalismo radical y los populismos antisistema. La izquierda abandona inexplicablemente el filón de cultivar tanto la defensa de un Estado viable como la bandera de liderar espacios de cooperación social dentro de las cada vez más insensibles sociedades posindustriales. De esta manera, la actualización izquierdista de la reflexión de Constant de una libertad de los modernos, positiva y social a la altura del siglo XXI, queda sin cubrir con la intensidad necesaria, pues sus adversarios liberales no pueden abarcar todos los escenarios de significación que contiene el discurso político y jurídico de la Ilustración. Resulta increíble que esta situación se haya tenido que producir ahora, cuando nuestro país parecía haber tomado buena cuenta de las enseñanzas dejadas tras de sí por las generaciones que vivieron el triste fracaso colectivo de la II República, la atroz Guerra Civil y la dictadura franquista. Esto es lo lamentable: ver cómo parte de la izquierda se instala en una revisión unilateral de esa Modernidad contenida en los valores liberales, igualitarios y pluralistas que representa nuestra normalidad constitucional, dando la razón a Isaiah Berlin cuando nos advierte de que no hay fórmula institucional que evite la tentación que sienten algunos durante una travesía colectiva de querer cambiar el mundo y poblarlo nuevamente de poderes imaginarios. Al hacerlo así, la izquierda despliega una estrategia temeraria que recuerda a aquella otra seguida por el nietzcheano Mann de Las consideraciones de un apolítico y que lo condujo a repudiar estéticamente la ideología democrática del consenso y el compromiso porque nivelaba las diversidades del corazón, aplanaba las vivencias de comunidad bajo las razones de la asociación constitucional y acallaba el estremecimiento del «Lied» de la mano del dominio de la opinión mayoritaria. Y todo este resurgimiento de los poderes imaginarios de la «Kultur» se produce a tan sólo veintisiete años del triunfo de los artefactos intelectuales de la «Zivilisation»...
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José María Lassalle es diputado del PP en el Congreso
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