EL JEFE DEL KIBUTZ
Los adoradores irracionales de Fidel Castro
Julio José Ordovás
Julio José Ordovás
ABC de Madrid
LA fascinación que la figura de Fidel Castro ha venido ejerciendo sobre cierta intelectualidad española y sudamericana no tiene, se mire como se mire, una explicación racional. Escritores que siempre han blasonado de su lucha por las libertades, los derechos humanos, etcétera, etcétera, le han rendido una pleitesía lacayuna a ese Tirano Banderas que lleva casi cincuenta años bailando el chachachá con sus botas militares sobre la exhausta y ajironada piel de la «isla bonita». Es verdad que hay una cierta clase de escritores que tienden, quizá de un modo natural, a interpretar la política románticamente, sobre todo cuando esa política no afecta de manera directa a sus intereses, es decir, a sus bolsillos. Y es verdad, asimismo, que hay intelectuales que son incapaces de sustraerse al «efecto uniforme», especialmente cuando el uniforme es militar y no ostenta la banderita patria, o sea, cuando no se ven obligados a sufrir sus consecuencias. Aunque tal vez ese fervor castrista no sea en realidad sino una reacción -¿alérgica?- provocada por el antiamericanismo, ese ridículo complejo de inferioridad que la progresía europea lleva tantas décadas padeciendo, y contra el que no parece que hayan podido ni querido poner nunca remedio. Habrá incluso quien piense que en el fondo de lo que se trata es de un caso de sentimentalismo melancólico, puesto que Cuba fue más o menos española hasta que estalló el Maine, pero me temo que esa explicación es ya demasiado folletinesca.
En fin. El caso es que Fidel Castro ha resucitado o más bien lo han resucitado de entre los muertos, y se ha paseado ante las cámaras de televisión como un temblequeteo zombi, como un auténtico muerto viviente, ofreciendo un espectáculo grimoso. La caricatura afantasmada del anciano dictador. Lo hemos visto tropezando y cayéndose y levantándose por sí mismo o gracias a la ayuda de sus diligentes súbditos unas cuantas veces. Y ahora, para colmo, lo vemos resucitar. Tenemos aún pesadilla para rato. Está visto que no hay vudú que valga con él. Los dictadores están todos hechos de la piel del demonio. O eso, o es que el poder rejuvenece.
La desesperada y desesperante resucitación de un Castro comatoso ha hecho que algunos escritores -es muy probable que tras haberse trasegado una buena andanada de daiquiris a la salud del dictador- hayan vuelto a poner sus plumas al servicio del «comandante», como aún siguen llamándolo con devoción, en un patético acto de vasallaje. Creía uno que todo el mundo -salvo los incurables, salvo los casos perdidos- estaba ya curado de «castritis», porque hasta el más ciego acaba rindiéndose ante la evidencia. Y Cuba no deja lugar a dudas respecto a su estado. Respecto a su avanzado estado de descomposición, digo. Pero no. El «tiranocastro» sigue despertando pasiones entre los que se niegan a aceptar que no hay diferencias entre una y otra dictadura, entre una y otra satrapía. ¿O es que Castro es un angelito al lado de Pinochet? ¿O es que los dictadores con barba son mejores, más benévolos o más simpáticos, que los dictadores con bigote? Venga ya. Hace falta tener muy poca sal en la mollera, mucho cuajo y ningún escrúpulo para sostener algo así.
Castro es un muerto en vida que se resiste a morir de una vez por todas, lo mismo que Pinochet hasta hace cuatro días. Para algunos intelectuales, ver morir a Castro sería -o será, en el caso de que no mueran ellos antes- como asistir a la defunción de sus revolucionarios sueños de juventud. Y eso sería, o será, un durísimo golpe para ellos, del que quizá no se vean con fuerzas para reponerse. Ay, la juventud. La revolucionaria juventud, con sus trencas relucientes de caspa y sus melenas alborotadas al viento negro de la noche y sus ensueños de marihuana y sus acaloradas y alcoholizadas discusiones hasta el cierre de los bares. Lo malo, lo terrible, lo trágico de tantos intelectuales es que no hay forma de que dejen de pensar y de actuar como imberbes. Porque sólo un imberbe -un imberbe mental- puede seguir entonando loas a Castro a estas alturas de la historia.
Mario Vargas Llosa escribió un magnífico artículo en el que alertaba muy seriamente del peligro que corría España de convertirse en una «puta triste» de Fidel a causa del angelismo de José Luis Rodríguez Zapatero, propinándole de paso un soberano puyazo a su ex amigo García Márquez, la «puta» más triste del harén de Castro. ¿Qué les da Fidel Castro a sus «putas tristes» para que no piensen en abandonarlo y permanezcan por siempre fieles a él, su todopoderoso «chulo»? Lo dicho: imposible encontrar una explicación racional.
Hace apenas unos meses, Silvio Rodríguez, el trovador revolucionario, el cantautor castrista por excelencia, se paseó por varios escenarios españoles con su guitarra y sus viejas canciones. Al parecer, el pobre sigue buscando desesperadamente su unicornio azul, aquel que se le perdió hace tantos años. Y cuesta entender que nadie del público se levantara en ningún concierto para responder a sus interrogantes diciéndole que su unicornio se fue porque se cansó de no poder comer otra cosa que frijoles. Y se fue también porque no podía trotar y correr y descansar en libertad. Como tantos otros unicornios cubanos, cruzó el mar en busca de esa felicidad que sólo la da la libertad. A los unicornios no es posible retenerlos en lugares donde tienen prohibido ser libres. Pues aunque no tengan alas, salen de allí volando.
Escritor
LA fascinación que la figura de Fidel Castro ha venido ejerciendo sobre cierta intelectualidad española y sudamericana no tiene, se mire como se mire, una explicación racional. Escritores que siempre han blasonado de su lucha por las libertades, los derechos humanos, etcétera, etcétera, le han rendido una pleitesía lacayuna a ese Tirano Banderas que lleva casi cincuenta años bailando el chachachá con sus botas militares sobre la exhausta y ajironada piel de la «isla bonita». Es verdad que hay una cierta clase de escritores que tienden, quizá de un modo natural, a interpretar la política románticamente, sobre todo cuando esa política no afecta de manera directa a sus intereses, es decir, a sus bolsillos. Y es verdad, asimismo, que hay intelectuales que son incapaces de sustraerse al «efecto uniforme», especialmente cuando el uniforme es militar y no ostenta la banderita patria, o sea, cuando no se ven obligados a sufrir sus consecuencias. Aunque tal vez ese fervor castrista no sea en realidad sino una reacción -¿alérgica?- provocada por el antiamericanismo, ese ridículo complejo de inferioridad que la progresía europea lleva tantas décadas padeciendo, y contra el que no parece que hayan podido ni querido poner nunca remedio. Habrá incluso quien piense que en el fondo de lo que se trata es de un caso de sentimentalismo melancólico, puesto que Cuba fue más o menos española hasta que estalló el Maine, pero me temo que esa explicación es ya demasiado folletinesca.
En fin. El caso es que Fidel Castro ha resucitado o más bien lo han resucitado de entre los muertos, y se ha paseado ante las cámaras de televisión como un temblequeteo zombi, como un auténtico muerto viviente, ofreciendo un espectáculo grimoso. La caricatura afantasmada del anciano dictador. Lo hemos visto tropezando y cayéndose y levantándose por sí mismo o gracias a la ayuda de sus diligentes súbditos unas cuantas veces. Y ahora, para colmo, lo vemos resucitar. Tenemos aún pesadilla para rato. Está visto que no hay vudú que valga con él. Los dictadores están todos hechos de la piel del demonio. O eso, o es que el poder rejuvenece.
La desesperada y desesperante resucitación de un Castro comatoso ha hecho que algunos escritores -es muy probable que tras haberse trasegado una buena andanada de daiquiris a la salud del dictador- hayan vuelto a poner sus plumas al servicio del «comandante», como aún siguen llamándolo con devoción, en un patético acto de vasallaje. Creía uno que todo el mundo -salvo los incurables, salvo los casos perdidos- estaba ya curado de «castritis», porque hasta el más ciego acaba rindiéndose ante la evidencia. Y Cuba no deja lugar a dudas respecto a su estado. Respecto a su avanzado estado de descomposición, digo. Pero no. El «tiranocastro» sigue despertando pasiones entre los que se niegan a aceptar que no hay diferencias entre una y otra dictadura, entre una y otra satrapía. ¿O es que Castro es un angelito al lado de Pinochet? ¿O es que los dictadores con barba son mejores, más benévolos o más simpáticos, que los dictadores con bigote? Venga ya. Hace falta tener muy poca sal en la mollera, mucho cuajo y ningún escrúpulo para sostener algo así.
Castro es un muerto en vida que se resiste a morir de una vez por todas, lo mismo que Pinochet hasta hace cuatro días. Para algunos intelectuales, ver morir a Castro sería -o será, en el caso de que no mueran ellos antes- como asistir a la defunción de sus revolucionarios sueños de juventud. Y eso sería, o será, un durísimo golpe para ellos, del que quizá no se vean con fuerzas para reponerse. Ay, la juventud. La revolucionaria juventud, con sus trencas relucientes de caspa y sus melenas alborotadas al viento negro de la noche y sus ensueños de marihuana y sus acaloradas y alcoholizadas discusiones hasta el cierre de los bares. Lo malo, lo terrible, lo trágico de tantos intelectuales es que no hay forma de que dejen de pensar y de actuar como imberbes. Porque sólo un imberbe -un imberbe mental- puede seguir entonando loas a Castro a estas alturas de la historia.
Mario Vargas Llosa escribió un magnífico artículo en el que alertaba muy seriamente del peligro que corría España de convertirse en una «puta triste» de Fidel a causa del angelismo de José Luis Rodríguez Zapatero, propinándole de paso un soberano puyazo a su ex amigo García Márquez, la «puta» más triste del harén de Castro. ¿Qué les da Fidel Castro a sus «putas tristes» para que no piensen en abandonarlo y permanezcan por siempre fieles a él, su todopoderoso «chulo»? Lo dicho: imposible encontrar una explicación racional.
Hace apenas unos meses, Silvio Rodríguez, el trovador revolucionario, el cantautor castrista por excelencia, se paseó por varios escenarios españoles con su guitarra y sus viejas canciones. Al parecer, el pobre sigue buscando desesperadamente su unicornio azul, aquel que se le perdió hace tantos años. Y cuesta entender que nadie del público se levantara en ningún concierto para responder a sus interrogantes diciéndole que su unicornio se fue porque se cansó de no poder comer otra cosa que frijoles. Y se fue también porque no podía trotar y correr y descansar en libertad. Como tantos otros unicornios cubanos, cruzó el mar en busca de esa felicidad que sólo la da la libertad. A los unicornios no es posible retenerlos en lugares donde tienen prohibido ser libres. Pues aunque no tengan alas, salen de allí volando.
Escritor
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