domingo, noviembre 11, 2007

MICHELANGELO BOVERO y NORBERTO BOBBIO

DEMOCRACIA, ALTERNANCIA, ELECCIONES
MICHELANGELO BOVERO
Colección Temas de la Democracia
Serie Conferencias Magistrales
Presentación
Democracia, alternancia, elecciones
Sobre el autor

Presentación
Las elecciones del 2 de julio de 2000 marcaron un hecho novedoso en la vida política mexicana: por primera vez en nuestra historia constitucional, desde 1917, se presentó una alternancia por lo que respecta al partido político que ocupa el cargo de la Presidencia de la República. Esta situación inédita abrió un prolijo debate en torno a la importancia y las consecuencias que la figura de la alternancia en el poder generaba en un sistema democrático. Para algunos ésta representaba la consolidación de la transición política mexicana; para otros la prueba de que la transición ya estaba acabada y que México vivía ya una plena normalidad democrática, y que la alternancia era únicamente un producto de la misma.
En este contexto, fue dictada por el Dr. Michelangelo Bovero, distinguido filósofo político italiano, la conferencia "Democracia, alternancia, elecciones", el 18 de agosto de 2000, organizada de manera conjunta por el Instituto Federal Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, misma que se presenta en la serie Conferencias Magistrales del Instituto Federal Electoral. En ella, el Dr. Bovero analiza, con el método analítico característico de la llamada "Escuela de Turín", cuál es la relación que guardan los conceptos de democracia y de alternancia en un sistema político representativo. Para el autor, ni la democracia depende de la alternancia, es decir, "puede haber democracia sin alternancia", ni la alternancia es un evento característico de los regímenes democráticos, es decir, "puede haber alternancia sin democracia".
"Aquello que verdaderamente es connatural a la democracia _sentencia el Dr. Bovero_ no es tanto el que ocurra realmente un cambio en el vértice político-institucional, sino más bien la posibilidad concreta de que ello ocurra". Para ello, se torna necesario que el sistema electoral, es decir, el mecanismo que sirve para transformar los votos en representación política, cuente con características tales que garanticen efectivamente la libre participación de los ciudadanos, la igualdad del voto de todos y cada uno de ellos y, por último, el sufragio universal, es decir, que todos los hombres y mujeres mayores de edad cuenten con el derecho de voto.
Esas premisas esenciales de todo sistema democrático permiten al autor, tras un preciso análisis de los mecanismos electorales, hacer una reflexión sobre la democraticidad de la forma de gobierno presidencial.
La organización conjunta de esta conferencia magistral, así como su posterior publicación, es una contribución más de la tarea encomendada por ley al Instituto Federal Electoral de difundir los valores y la cultura democrática en nuestro país.
Instituto Federal Electoral

Uno
En la historia de una comunidad pueden existir momentos en los que, por las razones más variadas y en las formas más distintas, un sujeto político predominante por largo tiempo pierde su posición de primacía, y una estructura consolidada de poder se desmorona. El caso emblemático _al cual me refiero implícitamente_ es el del partido hegemónico en el sistema político italiano durante cincuenta años, la Democracia Cristiana. Sin embargo, no pretendo ocuparme de ese o de otros casos particulares, sino, más bien, realizar una reflexión teórica de carácter general. Por otro lado, una buena teoría es tal cuando puede ser aplicada con mayor o menor aproximación a todos los casos concretos. Dejo a cada quien la tarea de aplicar la propia teoría a los casos de su interés, y, en consecuencia, el juicio sobre la validez de la misma.
El tema inicial de mi reflexión se constituye entonces por la "larga duración" de algunos regímenes políticos, caracterizados por la ocupación estable del poder de parte de grupos, movimientos y partidos determinados; más precisamente, quisiera observar dichos regímenes longevos desde el punto de vista de su fin, más o menos drástico (el cual no coincide necesariamente con la desaparición de los grupos previamente dominantes de la escena política). Cuando se verifican tales cambios, entre una parte de la opinión pública se tiende a difundir la idea de que la renovación política sea, en sí misma, algo positivo, y tal idea puede ser incluso independiente (hasta un cierto punto) del juicio favorable sobre los nuevos sujetos dominantes; en otras palabras, se expande cada vez más la convicción de que la alternancia en el poder pueda determinar, de cualquier manera, una mejoría en la vida política o, incluso, que la misma coincida con la llegada de una democracia auténtica y madura. Más aún, en los casos en los que la renovación se deba al resultado de elecciones políticas generales, dicha expectativa de instauración o mejoramiento de la democracia puede haber sido un factor determinante de los mismos comportamientos electorales, reitero, incluso más allá de las preferencias políticas inmediatas. La fenomenología del voto de protesta se puede interpretar de esta manera: boletas anuladas, el voto en blanco, o el voto por grupos con los cuales se está poco o nada de acuerdo, pero que, se piensa, pueden expulsar del poder a una cierta clase política. Por ejemplo, muchos electores italianos en 1992 votaron no tanto en favor de uno o de otro partido, sino en contra de la Democracia Cristiana y sus aliados en el gobierno. Me pregunto, ¿es razonable esta actitud?, ¿es aceptable la idea sobre la cual el mismo se basa, de que la renovación política, la alternancia en el poder, sea connatural a la democracia, consustancial a ella, al grado que, si por mucho tiempo falta la primera, la alternancia, entonces se puede decir que también falta la segunda, la democracia? Las respuestas no son tan sencillas.
Efectivamente, las "largas duraciones" en el poder parecen una anomalía, algo que se asemeja a una incongruencia en la vida de una democracia. Cuando François Mitterrand obtuvo el segundo mandato septenal como presidente de la República Francesa, recuerdo que Norberto Bobbio comentó: "¿Catorce años? No es ya una presidencia, es un reinado". El problema no es únicamente el de la permanencia de un mismo individuo en el mismo cargo: más allá de las personas, en el cuadro de una normal dialéctica democrática, parece natural esperar que cualquier orientación política (de partido), incluso la más exitosa, deba, después de un cierto tiempo, concluir su ciclo y pasar la estafeta. Pero de aquí sería apresurado saltar a la conclusión de que los conceptos de alternancia y democracia tengan la misma extensión y, por lo tanto, sean sustancialmente coincidentes. Por el contrario, la primera tesis teórica que quisiera sostener afirma que: a) puede haber alternancia sin democracia, y b) puede haber democracia sin alternancia.
Dos
En primer lugar, la alternancia en el poder no es un fenómeno exclusivo de la democracia, luego entonces, el hecho de que ocurra una renovación política no es una prueba suficiente de la naturaleza democrática o de la buena calidad democrática de un régimen político. No debemos olvidar que el criterio formal mínimo con base en el cual se distingue una democracia de una no-democracia está representado por el sufragio universal, igual y libre. Se puede decir que hay democracia solamente si: a) todos aquellos a los cuales se dirigirán las decisiones políticas (leyes, decretos, reglamentos, etc.) tienen el derecho de participar, directa o indirectamente, en el mismo proceso decisional; b) el voto de cada uno cuenta (o mejor dicho, pesa) de manera igual al de cada uno de los demás; c) cada voto es resultado de una decisión individual, libre de condicionamientos materiales y morales que podrían anular la posibilidad y la capacidad misma de selección de los individuos. Ahora bien, en un sistema político fundado en elecciones puede, sin duda, ocurrir una alternancia en el poder, pero el sistema en sí no puede considerarse propiamente democrático si el sufragio no es universal, y/o el voto no es igual y/o no es libre (para todos). Por ejemplo: a) los Estados liberales clásicos _como Inglaterra en el siglo xix_, en los cuales eran relativamente frecuentes los cambios en el vértice del sistema político, no pueden clasificarse como Estados democráticos porque estaban basados en un sufragio no universal sino reservado exclusivamente a una exigua minoría de la población; b) en los Estados en los que rige el sufragio universal, pero el mecanismo electoral es exclusiva o preeminentemente mayoritario, estructurado en circunscripciones uninominales, incluso si se verifican alternancias en el gobierno, la calidad de la democracia resulta baja porque los votos de los individuos no son propiamente iguales, o mejor dicho, al fin y al cabo no tienen el mismo peso (sobre este asunto ahondaré más adelante); c) los Estados en los cuales el sufragio es universal e igual, y permite efectivamente alternancias en el poder, pero una parte importante de su población vive en condiciones de pobreza extrema o de falta de información política correcta, no pueden considerarse plenamente democráticos porque el voto de estos ciudadanos "a medias" es fácilmente comprado o manipulado y distorsionado.
La democracia, como lo dice Bobbio, es "difícil", es un sistema delicado y exigente, y requiere que sean satisfechas muchas condiciones y precondiciones. Exige, ante todo, que esté asegurada la igualdad entre todos los ciudadanos en el goce de los derechos fundamentales, y no sólo de los derechos de libertad, sino también de los más elementales derechos sociales (a la supervivencia, a la salud, a la educación, etc.): éstas son las que yo llamo "precondiciones de la democracia"; y exige sustancialmente que sus mecanismos institucionales _las reglas del juego, el sistema electoral, la configuración de los poderes públicos, sus funciones y relaciones recíprocas_ estén estructurados de tal manera que puedan producir decisiones políticas con el máximo consenso y con la mínima imposición: éstas son las que yo llamo "condiciones de la democracia". En suma, la vida pública de un colectivo puede ser considerada democrática si las decisiones políticas no caen desde lo alto sobre las cabezas de los ciudadanos, sino más bien son el resultado de un juego en el cual participan, y controlan, los mismos ciudadanos. En contrapartida, donde las condiciones y las precondiciones de la democracia no sean satisfechas al menos en un grado mínimo, puede, sin duda, verificarse una alternancia en el gobierno, pero se trata, precisamente, de una alternancia sin democracia.
Tres
De cualquier manera, una renovación en la cúspide del sistema político como consecuencia de un proceso electoral limpio y equitativo, sobre todo en un país en donde por largo tiempo las alternativas estaban bloqueadas (como en Italia, durante 50 años), es un hecho sumamente relevante. Sin embargo, por sí mismo, no es una condición suficiente para hablar de democracia. En rigor estricto, no es ni siquiera una condición necesaria. En primer lugar, como hemos apenas señalado, no se puede concluir que un Estado sea, o se haya vuelto, una democracia madura por el solo hecho de que se haya verificado una alternancia en el poder; pero, en segundo lugar, tampoco se puede afirmar que el mismo Estado no lo fuera anteriormente, por la sola razón de que no se había producido aún una alternancia. De otra manera, en todas las ocasiones en que una elección confirma al sujeto (o al partido) en el gobierno deberíamos concluir que el sistema no es democrático, lo cual es evidentemente absurdo. La democracia no consiste necesaria y exclusivamente en la alternancia en el poder. Quien quisiera sostener la existencia de un vínculo indisoluble entre democracia y alternancia estaría obligado, por coherencia, a afirmar nuevamente un absurdo, es decir, que unas elecciones libres cuyo resultado no esté predeterminado en un sentido o en otro, son inútiles e, incluso, dañinas para la democracia. Brevemente: vincular de manera estrecha el concepto de democracia al de alternancia implica desvincularlo del de elecciones; y al revés, vincular el concepto de democracia al de elecciones, como parecería más obvio, implica reconocer la posibilidad de que pueda existir democracia también en los casos en los que no haya alternancia.
Aquello que verdaderamente es connatural a la democracia no es tanto el que ocurra realmente un cambio en el vértice político-institucional, sino, más bien, la posibilidad concreta de que ello ocurra, no tanto la alternancia real, actuada, sino más bien la alternancia posible, eventual. Naturalmente, la realización efectiva de una alternancia como resultado de un proceso electoral equitativo y correcto constituye una prueba de que esa posibilidad existía concretamente antes de que se actualizara, o más bien, que dicha posibilidad había sido creada y predispuesta a través de la institución de reglas adecuadas y eficaces, precisamente, las primeras y fundamentales reglas del juego democrático, las que hacen democrática la dinámica de la vida pública de una colectividad.
La definición que he propuesto se inserta en el cuadro de la llamada "concepción procedimental de la democracia" _la única que, a mi juicio, es correcta y rigurosa analíticamente_, según la cual la democracia consiste sustancialmente en un sistema (para nada simple, sino, más bien, particularmente complejo) de reglas del juego, que permiten participar de manera igual a todos los individuos adultos en la determinación de las decisiones y orientaciones políticas de la colectividad en la que viven, formulando y reformulando periódica y libremente las propias preferencias. Con base en esta concepción, elaborada en muchas variantes por una ilustre tradición de pensamiento que va de Kelsen a Bobbio, la democracia es esencialmente formal, lo que no significa, vale la pena refrendarlo, aparente o vacía, privada de substancia. Significa, por el contrario, que la sustancia de la democracia es su forma, que una sociedad democrática (gobernada de forma democrática) puede albergar en su seno una gran variedad de preferencias, orientaciones, inclinaciones políticas distintas y alternativas entre sí, todas ellas legítimas en principio; y que el contenido de las directrices del gobierno y de las decisiones políticas se determinará, de vez en vez, con base en la aplicación y el respeto de las reglas formales del juego. Estas reglas pueden variar, también en medida relevante, dependiendo del lugar, del tiempo y de las circunstancias; pero, independientemente de las específicas particularidades que caracterizan las distintas constituciones, son reconocibles como reglas democráticas precisamente en tanto que instituyen la posibilidad de mutar, periódica y pacíficamente, el contenido de las directrices del gobierno y la sustancia de las decisiones políticas.
Cuatro
A este punto, atando los cabos de nuestro razonamiento, podríamos intentar una definción del concepto compuesto de "alternancia democrática". Hemos visto que los conceptos de democracia y de alternancia no se pueden sobreponer de manera perfecta. Así como es posible alternancia aun cuando no se tenga una plena democracia, también es posible una democracia aun cuando no se verifique una efectiva alternancia. El análisis realizado hasta este momento sugiere reconocer como democrática no toda alternancia que ocurra en un sistema político, sino la alternancia vuelta posible y mantenida siempre abierta por la institución y la garantía de las reglas del juego democrático, principalmente de aquellas que rigen un proceso electoral basado en el sufragio universal, igual y libre; por lo tanto, la alternancia democrática se presenta como una alternancia pacífica, no violenta, en tanto que resulta del procedimiento de contar todas las cabezas sin cortar ninguna de ellas (ni las de los electores ni las de los elegibles). De manera recíproca, desde este particular ángulo visual, la democracia resultará redefinida como la forma de gobierno que consiste en la posibildad siempre abierta de una alternancia pacífica en el poder.
Tal parece que nuestro razonamiento nos ha conducido muy cerca de la famosa definición mínima de Karl Popper, según la cual la democracia es el régimen en el que es posible desechar pacíficamente a los gobernantes. Pero a mi juicio esta fórmula es excesivamente simplificadora y potencialmente distorsionante: no permite entreveer que la razón de ser de la democracia se encuentra en la consecución de la máxima conformidad posible entre las decisiones políticas, tomadas por los gobernantes en nombre de toda la colectividad, y el complejo heterogéneo de las orientaciones e inclinaciones de los ciudadanos. ¿De qué sirve votar si no para indicar cuál deberá ser, según el juicio de cada uno (que será sumado al de todos los demás), el sentido fundamental de las decisiones colectivas? Por ejemplo, si las decisiones que deberán ser tomadas en la siguiente legislatura tendrán que favorecer al proceso de globalización de la economía o, más bien, incrementar las garantías de los derechos sociales. Pensémoslo bien: si el carácter distintivo de la democracia, como lo sugiere Popper, fuera única y literalmente la posibilidad de la eliminación no violenta de los gobernantes, es decir, la renovación en el vértice político, en este caso la tendencial conformidad entre la voluntad de los electores, del país real, y la que se traduce en decisiones vinculatorias por los elegidos, por el país legal, podría también no ser nunca alcanzada en un grado mínimamente satisfactorio, sin que ello importara mucho, en virtud de que importa sólo desechar pacíficamente a los gobernantes. En tal caso, ¿la democracia no resultaría vaciada de sentido? Si los ciudadanos fueran inducidos a desear en masa una renovación política en cada elección, juzgando cada vez insatisfactoria a la clase política gobernante, ¿la democracia no correría el riesgo de transformarse en una especie de eterno y frustrante intento por alcanzarse a sí misma? Para huir de una democracia bloqueada, sin alternancia, ¿debemos acaso desear la instauración de una alternancia continua?, ¿es algo sensato? Ciertamente, la falta prolongada de renovación política, la excesiva longevidad de un régimen de gobierno, del predominio de un partido-Estado (como la Democracia Cristiana), puede provocar efectos perversos en la vida pública, favorece el crecimiento de un sistema complicado y casi inatacable de privilegios, lo que en Italia llamamos "sub-mundo" del poder. En estos casos, la renovación política puede ser un bien en sí mismo para la democracia. Sin embargo, también puede no serlo; como diría el señor de Lapalisse, no todo cambio es un cambio para mejorar; sobre su calidad se deberá juzgar a posteriori. Y si, por mera hipótesis, el juicio fuera profundamente negativo e implicara, cada vez, un nuevo cambio radical, ¿ello no produciría con el tiempo la difusión de la apatía, de la falta de afecto por la política y, con ello, la tendencial extinción de la democracia? ¿Cuántos saltos mortales puede soportar la democracia? Como lo advertía Rousseau, cuando los ciudadanos empiezan a decir "¡qué me importa la política!", la democracia se acabó.
Cinco
La confutación de la fórmula definitoria de Popper nos ha dotado de un ulterior argumento en contra de la apología acrítica de la alternancia en cuanto tal y, sobre todo, contra la tendencia a identificarla, sin más, con la democracia (para decirlo brevemente, es un argumento de reducción al absurdo: la democracia de la alternancia perpetua correría el riesgo de extinguirse como democracia). Pero ahora quisiera poner en guardia en torno a la tendencia, muy difundida entre los politólogos, de identificar la democracia con las elecciones que hacen posible las alternancias en el gobierno. Sobre este punto, el razonamiento teórico podría desarrollarse de manera simétrica al precedente: pueden existir elecciones sin democracia, como puede exisitir democracia sin elecciones.
Los clásicos de la antigüedad, que entendían por democracia la que nosotros llamamos democracia directa _en donde los ciudadanos votan para decidir sobre las cuestiones públicas, no para elegir a quienes decidirán_, consideraban la institución de las elecciones como algo típico no ya de la democracia, sino de la aristocracia. Y, en estricto rigor, tenían razón: no tiene sentido elegir a alguien (una persona o un partido) si no se le considera mejor que otros. Aristos en griego significa "el mejor", y aristocratia "el gobierno de los mejores". ¿Debemos concluir de ello que los regímenes modernos llamados democracias representativas, aquellos en los que el juego político se basa en las elecciones, son en realidad (cuando todo va bien) aristocracias?, o bien, cuando la selección no es buena, ¿son oligarquías electivas? No necesariamente.
Sostengo que la institución de las elecciones puede ser considerada compatible con el concepto de democracia siempre y cuando se cumplan ciertas condiciones, sobre todo dos de ellas. Y en donde éstas no se encuentran, aun cuando se verifiquen elecciones basadas en el sufragio universal, el juego político es democrático únicamente en apariencia. La primera condición es que el juego político no se les salga totalmente de las manos a los ciudadanos modernos una vez que éstos hayan agotado su función específica en sentido estricto, que es la de elegir. En otras palabras, los ciudadanos no deben transformarse, de electores por un día, en sujetos pasivos por años, simples espectadores, más o menos distraídos o, peor, súbditos apáticos, sino deben, más bien, conservar un papel activo asumiendo la figura de opinión pública crítica. El ciudadano como elector es una especie de juez de los candidatos, pero después de las elecciones debe prolongar su actividad tornándose en juez de los elegidos; tan es cierto, que tras determinado tiempo será llamado a emitir un nuevo juicio, en el día en que volverá a ser elector. Ello significa que el juego democrático debe ser concebido como un "juego repetido": la repetición de las elecciones a intervalos regulares _la cual implica justamente la posibilidad del cambio político, es decir, de la alternancia en el poder_ es lo que vuelve compatible, en principio, con la democracia el acto de por sí aristocrático de elegir, en la medida en que el eventual cambio permita restaurar una nueva conformidad entre país real y país legal.
Lo que me importa subrayar y reafirmar, sobre todo, es que esta misma repetición tiene sentido verdaderamente sólo si el ciudadano activo se mantiene como tal aun después del instante en el que cumplió con el acto de elegir. En otras palabras, las elecciones son democráticas, pueden ser una institución de la democracia, y no sólo de una aristocracia electiva, solamente si el acto de elegir no es entendido de manera reduccionista como equivalente a designar a un individuo que durante un cierto tiempo tomará decisiones en lugar de los ciudadanos que lo habrán elegido. En el juego democrático, elegir significa, ante todo, exprimir un juicio no improvisado sobre el contenido de las decisiones ya tomadas en el periodo político precedente (entiendo por periodo político el intervalo entre dos elecciones) y sobre el contenido de las decisiones que deberán ser tomadas en el periodo sucesivo. Significa, pues, a su manera, decidir cuáles deberán ser las decisiones políticas, qué dirección y que orientación fundamental deberán tener. Objeto de la decisión electoral de los ciudadanos, en una democracia, no son propiamente los candidatos en cuanto tales, sino los programas de decisión presentados por los candidatos, o más bien, por los partidos, en suma, por los organismos de agregación del consenso. Una democracia en la cual los rostros de los candidatos, su simpatía o impacto televisivo cuenten más que sus programas políticos, es una democracia de la apariencia.
La segunda condición de la compatibilidad entre elecciones y democracia es que el acto de elegir debe desarrollarse según las reglas de un juego correcto, con base en las cuales sea respetada la dignidad de toda y cada una de las ideas y orientaciones políticas. Ello implica que el sufragio debe ser no sólo universal, sino igual, que el voto de cada individuo debe contar _es más, ser contado_ por uno, y ningún voto debe valer menos que otro, además de que ninguna de las indicaciones dadas por los individuos mediante su voto particular debe caer en la nada. El juego es democrático solamente si ningún ciudadano resulta excluido o, en cualquier modo, incorrectamente penalizado frente a los demás. En principio, cualquier preferencia política de los ciudadanos _con tal de que recoja una suma de consensos mínimamente relevante_ debe encontrar expresión y adecuada representación institucional. Ello sugiere, en seguida, una observación sobre los sistemas electorales, es decir, sobre las reglas del juego que determinan la transformación de los votos de los electores en las curules de los representantes. Cuando el sistema electoral se aleja del modelo proporcional, la calidad democrática del juego se vuelve baja, porque en la composición de los órganos facultados para tomar las decisiones colectivas aumentará la distancia y la divergencia entre país legal y país real. Parte de los ciudadanos tendrá la impresión (a veces muy fuerte) de que las decisiones políticas caen de lo alto, autocráticamente, precisamente aquella parte que no habrá sido adecuadamente _proporcionalmente_ representada en las instituciones públicas.
En conclusión, sobre este punto, las elecciones pueden considerarse plenamente democráticas sólo si las instituciones políticas que de ellas se derivan son auténticamente representativas. Es banal: una democracia representativa, para ser una verdadera democracia, debe ser auténticamente representativa. Garantizar la expresión libre y límpida de la voluntad política de todos y cada uno de los ciudadanos es ciertamente una condición indispensable de democracia, pero por sí sola es insuficiente para hacer democráticas las elecciones. El voto libre de cada elector debe contar por uno no sólo al inicio del mecanismo electoral (las boletas no deben ni desaparecer ni multiplicarse: no debe haber fraudes), sino también al final del proceso, cuando ese voto habrá sido sumado a otros para dar lugar a la figura de un elegido. Por decirlo de alguna manera, cada elegido es como un pequeño Leviatán de Hobbes: es un hombre político más grande compuesto por hombres más chicos, que son, precisamente, sus electores. Como es sabido, un sistema electoral mayoritario por circunscripciones uninominales, desde el punto de vista de su resultado, fácilmente rompe el equibrio del peso inicialmente igual de cada voto, distorsionando la representación política. Con este sistema, los órganos decisionales de la democracia representativa resultan menos representativos, en el sentido de que su composición reflejará de manera menos fiel las varias tendencias y orientaciones políticas presentes en el país globalmente considerado.
Seis
El criterio, a mi juicio, decisivo de la representatividad de los órganos electivos de una democracia no se aplica solamente al juicio sobre los sistemas electorales. Cruza también el problema de las llamadas "formas de gobierno", o bien de aquellas subespecies o variantes de la democracia moderna que resultan de las diversas configuraciones posibles de las relaciones entre el Ejecutivo y la Asamblea Legislativa. Las dos subespecies puras de democracia son el parlamentarismo y el presidencialismo. En la forma de gobierno presidencial, a diferencia de la parlamentaria, la institución de las elecciones se duplica: el acto de elegir tiene dos objetos, no sólo designar a los miembros de la asamblea representativa, sino también, y de manera separada, al jefe del (llamado) Ejecutivo. Comúnmente se habla de "elección", en singular, cuando se refiere al presidente, que es un órgano monocrático, y de "elecciones", en plural, cuando se refiere al Parlamento, que es un órgano colegial. Ahora bien, el problema de la alternativa entre los modelos puros de sistemas electorales, proporcional y de mayoría, se plantea sólo en el segundo caso, cuando se elige a los miembros del Parlamento; mientras que es evidente que en el primer caso, cuando se elige al presidente, el mecanismo electoral no puede ser sino el de mayoría: se elige a una sola persona, y es aquella que obtiene la mayoría de los votos (simple o calificada, dependiendo de las diversas constituciones). Pero el punto no es sólo ese: el verdadero problema es que ningún órgano monocrático es un órgano representativo en el sentido propiamente democrático del concepto de representación. Kelsen observaba justamente: "cuando frente a la masa de los electores, que cuenta con millones de individuos, no se encuentra más que a un único individuo elegido, la idea de representación del pueblo pierde, necesariamente, todo vestigio de su fundamento".1 Es frecuente que un presidente electo haga una declaración ritual como la que sigue: "De ahora en adelante seré el presidente de todos los... (mexicanos, estadounidenses, franceses, etc.)". Esta afirmación contiene, al mismo tiempo, una verdad banal y una falsedad demagógica. Por un lado es cierta, porque las decisiones que una constitución presidencialista atribuye al jefe del Ejecutivo valdrán indistintamente para todos; pero por otro lado es falsa, porque tales decisiones reflejarán las inclinaciones de sólo una parte de los electores, evidentemente no de aquellos que votaron por otros candidatos. Una sociedad pluralista, en donde conviven muchas inclinaciones políticas distintas, puede ser representada en un sentido plenamente democrático solamente por un órgano que también sea pluralista, como el Parlamento. Por lo tanto, en la medida en que el poder del gobierno, como sucede en la forma presidencial, tiende a reducir el poder del Parlamento al mero papel de un contra-poder, más o menos eficaz dependiendo de los equilibrios constitucionales, las instituciones políticas resultan, en su conjunto, menos representativas y, por ello, el juego democrático se vuelve menos democrático. Sé bien que muchos me objetarán lo siguiente: la democracia presidencial es la primera y más antigua forma de la democracia moderna, ha dado prueba de su solidez, permaneciendo firme por más de dos siglos, tanto, que fue tomada como modelo por muchos Estados. Yo respondo de manera tajante e intencionalmente provocatoria: es cierto, la democracia presidencial es la más antigua, precisamente por eso es una democracia rudimentaria. Por mucho que pueda ser atemperada, en mayor o menor medida, esta forma de gobierno atribuye, de cualquier manera, a mi juicio, demasiados poderes, y éstos son excesivamente discrecionales, a una sola persona. Más allá de la alternancia en el gobierno, el verdadero problema se encuentra, desde mi punto de vista, en la forma de gobierno.
Quisiera concluir citando un pasaje de Heródoto, del que cada quien podrá tomar la lección que considere más oportuna. Cuenta Heródoto que en el siglo vii antes de Cristo, en el tiempo en el cual la forma de gobierno dominante en las comunidades griegas era la tyrannis, es decir, el poder monocrático de una sola persona, en algunos lugares ocurrió un gran cambio político. Por ejemplo, «en la isla de Samos gobernaba un cierto Maiandrios, que había recibido el poder de Polícrates [este nombre propio significa, literalmente, `hombre que tiene muchos poderes']... Maiandrios actuó de la siguiente manera: en primer lugar, erigió un altar a Zeus Eleuterio [que quiere decir Zeus `libertador']...; después, convocó a la asamblea de todos los ciudadanos y habló así: `A mi, como todos saben, me fueron encomendados el cetro y todo el poder que fue de Polícrates, y ahora se me ofrece la posibilidad de reinar sobre ustedes. Pero por lo que a mi respecta, evitaré hacer aquello que condeno de los otros: no aprobaba a Polícrates cuando se comportaba como un déspota con hombres como él, ni apruebo a ningún otro que pretenda comportarse de la misma manera. Hoy Polícrates ha cumplido su destino, y yo, depositando el poder en el centro de la asamblea proclamo para ustedes la isonomía'». Isonomía es el más antiguo nombre de la democracia. ¿Habrá en la historia moderna de las democracias presidenciales otro Maiandrios?

Sobre el autor
Michelangelo Bovero es doctor en Filosofía por la Universidad de Turín, Italia, discípulo y sucesor de Norberto Bobbio en la titularidad de la prestigiada cátedra de Filosofía Política en dicha institución. Ha publicado diversas obras, entre las que destacan Teoría de las élites y Hegel y el problema político moderno. En colaboración con Bobbio ha publicado también Sociedad y Estado en la filosofía moderna y Origen y fundamentos del poder político. Es autor de numerosos artículos y ensayos publicados en diversas revistas especializadas. Es compilador de las obras Investigaciones políticas, argumentos para el disenso, que aborda el tema de la política militante en Italia, y Teoría general de la política, en la que se agrupan ensayos de Bobbio. En su trayectoria destaca su participación en el comité editorial de la revista italiana Teoría política, y la coordinación del Seminario Interinstitucional de Filosofía Política, con Salvatore Veca y Remo Bodei.
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