JUAN CARLOS
La lección del Rey
ABC Madrid
HA pasado tiempo suficiente para empezar a valorar toda la dimensión del grave incidente que protagonizó el presidente venezolano, Hugo Chávez, cuya contumacia en interrumpir a José Luis Rodríguez Zapatero y en insultar a José María Aznar obligó al Rey Don Juan Carlos a requerirle que se callara. Se ha dicho que la intervención de Su Majestad no tiene precedentes. Tampoco cuando abandonó la sala como muestra de rechazo a los ataques contra España que perpetraba Daniel Ortega, presidente de Nicaragua. Y es cierto, pero nada de lo que pasó en la Cumbre Iberoamericana de Santiago de Chile tiene precedentes. Los mandatarios «chavistas» se adueñaron de este foro para reventarlo, en proceso paralelo al que ellos -Hugo Chávez, Daniel Ortega, Evo Morales- protagonizan con organizaciones políticas y económicas alternativas que están impulsando para extender sus ideas socialistas totalitarias por todo el continente. Parece que una vez comprobado que el antiamericanismo ya no recluta tantos adeptos en Iberoamérica como antes, Hugo Chávez lidera ahora un nuevo reclamo, el antiespañolismo, en el que combina todos los tópicos más falsos sobre el legado de España en Hispanoamérica con una peligrosa campaña de acoso a las empresas españolas, a las que el imaginario izquierdista ha convertido en trasuntos del demonio capitalista norteramericano.
Nada de esto surgió de la nada en la Cumbre de Santiago. Lo que dio la cara con toda su crudeza en presencia de todos los máximos mandatarios del continente fue un grave y acelerado proceso de degradación democrática en la región, al que el Gobierno español no sólo no ha hecho frente como debía, sino que ha legitimado al privilegiar las relaciones con Bolivia y Venezuela, ahora tornadas en lastre insoportable para su crédito diplomático. Por eso, la intervención directa, contundente y enérgica de Su Majestad el Rey fue el único gesto de dignidad que se vio en un foro herido de muerte por la indolencia de las democracias iberoamericanas ante el empuje de un movimiento socialista, totalitario y bien financiado por el petróleo venezolano, cuya ambición expansionista no va a dar tregua a ninguno de los Estados democráticos de la región. La Cumbre Iberoamericana ya no representa un punto de encuentro para el progreso de la libertad y de la democracia, porque quienes debían defender una y otra parecen intimidados por el matonismo verbal, económico y político del régimen «chavista», entronizado como heredero aventajado de la dictadura castrista. De ahora en adelante se impone una política de intereses bilaterales, en la que España despliegue una estrategia diplomática que vele principalmente por el beneficio de sus relaciones con gobiernos fiables y no con Estados que cultivan el totalitarismo a caballo del sentimiento antiespañol.
Para España, su posición política en la zona también ha quedado reflejada en esta Cumbre Iberoamericana porque ningún mandatario, ni siquiera la anfitriona, respaldó públicamente y en el acto -porque de nada sirven los mensajes «privados» de apoyo- al presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, cuando estaba siendo interrumpido por un injuriante Hugo Chávez. Tiempo habrá de analizar -y será imprescindible hacerlo- el saldo de una política exterior fracasada en todos y cada uno de sus frentes, pero especialmente allí donde se supone que, como una cumbre entre Estados iberoamericanos, España debería contar con un ambiente más favorable y con un mayor control diplomático de los acontecimientos. La dirección política de la diplomacia española es un desastre sin paliativos.
En este contexto de colapso diplomático y de falta de fuerza en la persona del presidente del Gobierno -impotente ante la verborrea de Chávez-, la figura del Rey emerge como un pilar fundamental e insustituible del edificio institucional, de la imagen internacional de España y como el factor aglutinante de los sentimientos ciudadanos y de su proyección política en los momentos más necesarios, como sucediera el 23 de febrero de 1981. La severa intervención de Don Juan Carlos en la Cumbre Iberoamericana fue tan necesaria como notoria fue la ausencia de vigor político del Gobierno español. Su decidida interdicción de los insultos de Chávez es la propia de un Monarca que se siente, porque lo es, testigo principal, por legitimación dinástica y constitucional, de la unidad histórica de España y valedor de su dignidad. Por esto mismo, la firmeza patriótica de Don Juan Carlos será decepcionante para la derecha extrema antimonárquica, siempre huérfana de argumentos para pedir la abdicación del Monarca; y será irritante para la izquierda radical republicana, que confiaba en el debilitamiento de la Corona como efecto de la progresiva desafección por la Transición democrática y los consensos constitucionales de 1978. A todos ha desmentido el Rey con el ejercicio oportuno, digno e histórico de su función constitucional de ostentar la más alta representación del Estado.
Hay, además, una lección que el PP y el PSOE deberían anotar para ponerla en práctica cuanto antes. España necesita urgentemente el consenso de ambos partidos en los asuntos de Estado. Esta petición no es un tópico. Es una demanda apremiante para que el Estado funcione, para que los intereses nacionales estén bien protegidos y para que las alternativas políticas en el Gobierno no quiebren la confianza de los ciudadanos ni lancen mensajes equívocos a la comunidad internacional. Rodríguez Zapatero, al margen de los justificados reproches que merece su política exterior, salió en defensa de la figura política de José María Aznar -algo que el PP debió reconocer en sus primeras valoraciones del incidente y no hizo-, y éste acertó plenamente al agradecer en persona al Rey y al presidente del Gobierno sus recriminaciones a Hugo Chávez. A nadie confundirá este gesto de concordia, por ocasional que sea, entre los dos últimos inquilinos de La Moncloa, porque las diferencias legítimas entre ambos son inamovibles. Pero al menos ha demostrado que es posible hallar ese punto de encuentro perdido tras una legislatura de discordias y rupturas, en la que nada sale gratis, como no ha sido gratis aquella irresponsable acusación que lanzó Moratinos contra Aznar, en noviembre de 2004, de haber apoyado el intento de golpe de Estado contra Chávez en 2002.
Don Juan Carlos ha demostrado precisamente que las funciones de la Corona no están condicionadas a las coyunturas que producen las urnas y que los valores que encarna la Monarquía parlamentaria española no están sometidos al escrutinio de la rentabilidad política. Esto es lo que ha acreditado un gran Rey.
HA pasado tiempo suficiente para empezar a valorar toda la dimensión del grave incidente que protagonizó el presidente venezolano, Hugo Chávez, cuya contumacia en interrumpir a José Luis Rodríguez Zapatero y en insultar a José María Aznar obligó al Rey Don Juan Carlos a requerirle que se callara. Se ha dicho que la intervención de Su Majestad no tiene precedentes. Tampoco cuando abandonó la sala como muestra de rechazo a los ataques contra España que perpetraba Daniel Ortega, presidente de Nicaragua. Y es cierto, pero nada de lo que pasó en la Cumbre Iberoamericana de Santiago de Chile tiene precedentes. Los mandatarios «chavistas» se adueñaron de este foro para reventarlo, en proceso paralelo al que ellos -Hugo Chávez, Daniel Ortega, Evo Morales- protagonizan con organizaciones políticas y económicas alternativas que están impulsando para extender sus ideas socialistas totalitarias por todo el continente. Parece que una vez comprobado que el antiamericanismo ya no recluta tantos adeptos en Iberoamérica como antes, Hugo Chávez lidera ahora un nuevo reclamo, el antiespañolismo, en el que combina todos los tópicos más falsos sobre el legado de España en Hispanoamérica con una peligrosa campaña de acoso a las empresas españolas, a las que el imaginario izquierdista ha convertido en trasuntos del demonio capitalista norteramericano.
Nada de esto surgió de la nada en la Cumbre de Santiago. Lo que dio la cara con toda su crudeza en presencia de todos los máximos mandatarios del continente fue un grave y acelerado proceso de degradación democrática en la región, al que el Gobierno español no sólo no ha hecho frente como debía, sino que ha legitimado al privilegiar las relaciones con Bolivia y Venezuela, ahora tornadas en lastre insoportable para su crédito diplomático. Por eso, la intervención directa, contundente y enérgica de Su Majestad el Rey fue el único gesto de dignidad que se vio en un foro herido de muerte por la indolencia de las democracias iberoamericanas ante el empuje de un movimiento socialista, totalitario y bien financiado por el petróleo venezolano, cuya ambición expansionista no va a dar tregua a ninguno de los Estados democráticos de la región. La Cumbre Iberoamericana ya no representa un punto de encuentro para el progreso de la libertad y de la democracia, porque quienes debían defender una y otra parecen intimidados por el matonismo verbal, económico y político del régimen «chavista», entronizado como heredero aventajado de la dictadura castrista. De ahora en adelante se impone una política de intereses bilaterales, en la que España despliegue una estrategia diplomática que vele principalmente por el beneficio de sus relaciones con gobiernos fiables y no con Estados que cultivan el totalitarismo a caballo del sentimiento antiespañol.
Para España, su posición política en la zona también ha quedado reflejada en esta Cumbre Iberoamericana porque ningún mandatario, ni siquiera la anfitriona, respaldó públicamente y en el acto -porque de nada sirven los mensajes «privados» de apoyo- al presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, cuando estaba siendo interrumpido por un injuriante Hugo Chávez. Tiempo habrá de analizar -y será imprescindible hacerlo- el saldo de una política exterior fracasada en todos y cada uno de sus frentes, pero especialmente allí donde se supone que, como una cumbre entre Estados iberoamericanos, España debería contar con un ambiente más favorable y con un mayor control diplomático de los acontecimientos. La dirección política de la diplomacia española es un desastre sin paliativos.
En este contexto de colapso diplomático y de falta de fuerza en la persona del presidente del Gobierno -impotente ante la verborrea de Chávez-, la figura del Rey emerge como un pilar fundamental e insustituible del edificio institucional, de la imagen internacional de España y como el factor aglutinante de los sentimientos ciudadanos y de su proyección política en los momentos más necesarios, como sucediera el 23 de febrero de 1981. La severa intervención de Don Juan Carlos en la Cumbre Iberoamericana fue tan necesaria como notoria fue la ausencia de vigor político del Gobierno español. Su decidida interdicción de los insultos de Chávez es la propia de un Monarca que se siente, porque lo es, testigo principal, por legitimación dinástica y constitucional, de la unidad histórica de España y valedor de su dignidad. Por esto mismo, la firmeza patriótica de Don Juan Carlos será decepcionante para la derecha extrema antimonárquica, siempre huérfana de argumentos para pedir la abdicación del Monarca; y será irritante para la izquierda radical republicana, que confiaba en el debilitamiento de la Corona como efecto de la progresiva desafección por la Transición democrática y los consensos constitucionales de 1978. A todos ha desmentido el Rey con el ejercicio oportuno, digno e histórico de su función constitucional de ostentar la más alta representación del Estado.
Hay, además, una lección que el PP y el PSOE deberían anotar para ponerla en práctica cuanto antes. España necesita urgentemente el consenso de ambos partidos en los asuntos de Estado. Esta petición no es un tópico. Es una demanda apremiante para que el Estado funcione, para que los intereses nacionales estén bien protegidos y para que las alternativas políticas en el Gobierno no quiebren la confianza de los ciudadanos ni lancen mensajes equívocos a la comunidad internacional. Rodríguez Zapatero, al margen de los justificados reproches que merece su política exterior, salió en defensa de la figura política de José María Aznar -algo que el PP debió reconocer en sus primeras valoraciones del incidente y no hizo-, y éste acertó plenamente al agradecer en persona al Rey y al presidente del Gobierno sus recriminaciones a Hugo Chávez. A nadie confundirá este gesto de concordia, por ocasional que sea, entre los dos últimos inquilinos de La Moncloa, porque las diferencias legítimas entre ambos son inamovibles. Pero al menos ha demostrado que es posible hallar ese punto de encuentro perdido tras una legislatura de discordias y rupturas, en la que nada sale gratis, como no ha sido gratis aquella irresponsable acusación que lanzó Moratinos contra Aznar, en noviembre de 2004, de haber apoyado el intento de golpe de Estado contra Chávez en 2002.
Don Juan Carlos ha demostrado precisamente que las funciones de la Corona no están condicionadas a las coyunturas que producen las urnas y que los valores que encarna la Monarquía parlamentaria española no están sometidos al escrutinio de la rentabilidad política. Esto es lo que ha acreditado un gran Rey.
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